viernes, 27 de enero de 2017

Los Tres - Máximo Gorki - Capítulo III

MAXIMO GORKI
LOS TRES
(Traducción directa del ruso por Nina Maganov)
Capítulo III

Guiado por el viejo Eremei, Iliá llevó vida más alegre. El viejo despertaba cada mañana al niño, y los dos, hasta la noche, iban por la ciudad recogiendo trapos, huesos, papel, hierros y retazos de cuero.
         La ciudad era grande, y al principio, llamaba tanto la atención a Iliá, que ayudaba poco al trapero. Miraba en torno suyo, se admiraba y preguntaba.
         Eremei era locuaz. Con la cabeza baja y la vista fija en el suelo, iba de patio en patio haciendo resonar su bastón herrado, enjugando sus lágrimas y contestando con voz gangosa a su ayudante:
- Esta casa pertenece al comerciante Pchelin Sava. Es rico. . .  Tiene la casa magníficamente amueblada.
- ¿Cómo se hace uno rico, abuelo?
- Trabajando mucho. . . Trabajan día y noche y recogen dinero sin cesar. Cuando tienen mucho, construyen una casa, compran caballos, vajilla y otras cosas. . . ¡Todo lo de su casa es flamante!  Luego toman criados, porteros y dependientes que trabajan para ellos, y en cambio, ellos descansan y se dan buena vida. Entonces la gente dice: “¡He aquí un hombre que se ha hecho rico trabajando honradamente!” Hay otros que se enriquecen con malas artes. Se dice que Pchelin perdió su alma siendo joven. Quizá lo digan por envidia, ¡quizá sea verdad! Este Pchelin es malo y mira atravesado. . . ¡Quién sabe!. . . ¡Quizá son mentiras!. . . quizá ha tenido suerte y nada más. . . ¡Sólo Dios sabe la verdad! Nosotros nada sabemos; sólo somos hombres. Los hombres son semilla divina, tienen alma. . . Dios nos sembró sobre la tierra. . . “¡Creced y veré que trigo sale de vosotros!” Eso es. . . ¿Ves aquella casa? es de Sabániev Dmitri Pávlovich. . . Es aún más rico que Pchelin. . . Éste sí que es un bandido. . .  lo sé. . .  no quiero juzgarle. . .  sólo Dios puede juzgar. . .  pero lo conozco. Era starosta (alcalde) en mi pueblo, y a todos nos ha robado y saqueado. . .  Dios sufrió sus maldades; pero ha empezado a pedirle ya cuentas. . .  Sabániev ha quedado sordo; luego, un caballo mató a su hijo, y hace poco que su hija se le escapó. . .
 El anciano conocía a toda la ciudad y hablaba de todo sin malevolencia, sencillamente, purificando por medio de sus palabras sinceras los hechos más repugnantes.
El niño le escuchaba, miraba las casas inmensas, y decía a veces:
-Me gustaría ver lo que pasa dentro.
-¡Ya lo verás! ¡Espera! Aprende y trabaja. Cuando seas hombre, lo verás todo. Quizás también te enriquezcas. . . vive. . .  Yo he vivido, vivido. . .  he mirado, y a fuerza de mirar, me estropeé la vista. . .  Mira cómo me lloran los ojos, cómo me lloran. . .  Todas mis fuerzas se han con mis lágrimas y parece que se me ha secado la sangre. . . 
A Iliá le gustaba oír las palabras del viejo, llenas de unción y de amor divino. Bajo su influencia, se despertaba en el corazón del niño la esperanza en algo bueno y alegre para lo provenir.
Estuvo desde entonces más risueño, y parecía más niño que durante los primeros meses de su estancia en la ciudad.
Ayudaba con entusiasmo al viejo a rebuscar entre la basura. Aquella ocupación le interesaba mucho. Gustábale sobre todo la alegría de Eremei cuando hallaban algo inesperado.
Un día, Iliá descubrió en un montón de basura un cucharón de plata.
El anciano le compró, para recompensarle, confites de menta.
En otra ocasión, halló un portamonedas sucio y mohoso, que contenía más de un rublo.
A veces recogía cuchillos, tenedores, objetos de latón rotos, cajas de betún, y un día halló un candelero de cobre, intacto y muy pesado.
El anciano compraba al niño dulces y chucherías cuando hacía tales hallazgos.
Ante los objetos raros, Iliá gritaba:
-¡Abuelo!, ¡mira, mira!
Pero el anciano, lanzando en torno una mirada inquieta, decía:
-¡Bueno, no grites! ¡Dios mío!
Sentía temor y arrancaba el objeto de manos del niño, escondiéndolo rápidamente en el saco.
-¡Qué buena pesca he hecho! –exclamaba Iliá, entusiasmado por su buena suerte.
-¡Cállate, cállate! Cállate, hijo mío –decía cariñosamente el viejo, cuyas lágrimas brotaban de los ojos enrojecidos y enfermos.
-¡Mira, abuelo, ahora he cogido un hueso! –anunciaba Iliá.
Los trapos y los huesos no causaban impresión al viejo. Los cogía de manos del niño, los limpiaba y los echaba tranquilamente en el saco.
Eremei había regalado a Iliá un saco y un gancho.
El muchacho sentíase orgulloso de aquellos objetos. Ponía en el saco cajas, juguetes rotos, cristales de colores y experimentaba gran alegría al oírlos sonar sobre su espalda.
El  viejo  le  había  enseñado  a  recoger   todo   aquello.
-Recógelos y llévalos  a  casa  -le había  dicho-.  Se  los  darás a los niños, que se alegrarán. . . ¡Es gran dicha poder alegrar  a los hombres,  hijo  mío!   ¡Todos anhelan  la alegría, y hay muy poca alegría en la  vida!  ¡Tan  poca  hay,  que  existen  gentes  que jamás  pudieron  encontrarla! . . .
El gran cobertizo  donde  descargaban la  basura los  carros  del municipio, gustaba mucho más a Iliá  que  todos  los  viajes que  hacía  de  uno  a  otro  patio.
Allí no había nadie, exceptuando dos o tres  viejos  traperos como Eremei. Se podía  rebuscar  bien  sin  temor  a  la llegada del portero  armado  de  una  escoba  para  insultarles,  arrojarles, y hasta  pegarles  a  veces.
Todos los días, después de buscar  durante  una  hora  o  dos  en  aquella  montaña  de  desperdicios,   Eremei   decía  al  niño:
-Basta  ya,  Iliá,  monín;  sentémonos  un  rato, descansemos y  comamos  un bocado.
Sacaba entonces un trozo  de  pan, lo  partía  haciendo la señal  de  la  cruz  y  se  lo comían.
Después permanecían tendidos media hora junto  al  borde  de la  torrentera  que bajaba  hacia  el  río.
Ancho, plateado, con reflejos azulados, corría el río silencioso, y a Iliá le daba deseos de marchar a lo  lejos. . . siguiendo sus aguas.
Detrás del  río  se  desplegaban  grandes  praderas verdes en las cuales, como torres grises,  se  levantaban enormes montones  de  heno.
Y a lo lejos, en la  extremidad  del  mundo,  se  unía  al  cielo azul  la  pared  oscura  y  dentellada  del  bosque.
Suave silencio reinaba en la llanura. El aire debía  ser allí perfumado, puro  y diáfano.
En cambio, junto  a  las  inmundicias,  se  ahogaba  uno  respirando el olor penetrante que  despedían,  y  aquel  olor  cosquilleaba  la  nariz,  se  metía  en  el  pecho  y  hacía  lagrimear  los   ojos  de   Iliá,  como   los  del  viejo.
-¿Ves, Iliá, lo grande que es la tierra? -decía el  trapero-. En todas partes viven y luchan los hombres. Desde lo alto  del cielo, el Señor les mira, y lo ve y lo sabe todo.                    Puedes ocultar   a  los  hombres   las   manchas  de  tus   pecados,   pero  no a  Él;  Él  te ve,  y  dice  para  sí  contemplándote:  "¡Ah, pecador!, ¡desgraciado pecador!,  ¡aguarda!  ¡Te  recompensaré! . . . "  Y  llega  un  día  en  que  te  recompensa  duramente . . .  Ordenó  a los hombres que se amasen unos  a  otros,  y  dispuso  que aquellos que no aman a nadie, de nadie sean amados. Viven solos  y llevan  una  existencia  penosa  Y   sin  alegrías. . .
El niño, tendido en el suelo, contemplaba el cielo infinito.  Sentíase   triste   y    soñoliento.    Vagas   imágenes   surgían   en su  mente.
Le   parecía   que  un   ser  inmenso,  al  que  sus  miradas no podían abarcar, ser resplandeciente,  cariñoso  y  bueno, nadaba en los  cielos, y que él, Iliá, junto  con el viejo y toda  la  tierra,    se elevaba hacia el gigante por las alturas infinitas, entre la claridad  azul,  la  pureza  y  la  luz.
El   corazón   del   niño   desbordaba   de   alegría   silenciosa y tranquila,  ante  aquellas  visiones.
Al volver a casa, Iliá entraba  en  el  patio  con  la  expresión  seria de  un  hombre  que  ha  trabajado  y  que  no  tiene  tiempo  para  cuidarse  de  las  tonterías  que  encantan  a  los  muchachos y  las  niñas.
Los  chicos  del  patio  le  respetaban   por  su  aspecto  vigoroso y por aquel saco que guardaba tantas maravillas.  Eremei  sonreía  a  los  niños  y  bromeaba:
-Ya  han  llegado  los  mendigos.  Han  corrido  toda   la   ciudad y han hecho mil diabluras. Iliá, ve a lavarte, y corre a tomar  el  té.   
Iliá se iba entonces al sótano; y los niños le seguían alegremente,  palpando  con  prudencia  el  contenido  del  saco.
Entonces  Pashka  le  cerraba  insolentemente  el paso:
-¡Oye,  tú,  trapero!,  ¿qué  es  lo  que traes?
-Espera  -contestaba  con  expresión  seria Iliá -, voy a  cenar. Después  te  lo enseñaré.
En   la  taberna,  el  tío  Terenti  le  recibía  alegre.
-¡El buen obrero está ya de vuelta! -decía-. ¿Estás muy cansado, hijo mío?
A  Iliá  le  gustaba  mucho  que  le  llamasen  obrero:   pero sólo su  tío   le  llamaba  así.
Un día  Pashka  había  hecho  alguna  diablura, y  Saviel  le cogió,   y  apretando   su   cabeza   entre  las   rodillas, exclamaba:
-¡Toma!,   ¡toma!   Otros   muchachos   a    tu    edad    saben  ganarse el sustento y  tú  no  sabes  más  que comer  y  romper pantalones.
Los  gritos   de  Pashka   resonaban  en   el  patio  y   trataba de escapar, mientras  los  azotes  paternales  caían  sobre  su espalda.
Iliá escuchaba los alaridos de su enemigo  con  extraño  placer.
Las palabras del herrero  le hicieron comprender la superioridad  que  tenía  sobre  Pashka  y  sintió  piedad  de él.
-¡Déjale,   tío  Saviel!  -exclamó  de  repente.
El   herrero   dió  un   último  latigazo  a   su   hijo,   y   mirando a Iliá dijo con ira:
-¡A ver si hay para también, señor defensor! Luego  rechazó  a  su  hijo y entró  en  la fragua.
Pashka se levantó y se arrastró a un rincón  del  patio. Iliá,   lleno de compasión,  le  siguió.
Pashka se apoyó en la pared y empezó a llorar  a lágrima viva.
Iliá quiso consolar a su  enemigo,  y  no  encontró  más  que estas palabras:
-¿Te  ha   hecho  daño?
-¡Vete!  -gritó  Pashka.
Aquello  indignó  a  Iliá, que  dijo  en  tono sentencioso:
-¡Ya ves!, te  pasas  la  vida  pegando  a  los  demás,  y  ahora  te  ha  tocado  el  turno . . .
No  tuvo  tiempo  de  acabar.    Pashka  se  precipitó  sobre él y le empujó violentamente. Iliá, colérico, le pegó. Rodaron ambos  por  el  suelo.  Pashka  mordía   y   arañaba ,  pero  Iliá,  habiéndole cogido por  los  cabellos,  le  golpeaba  la  cabeza  contra  el suelo.
Por fin Pashka suplico:
-¡Suéltame!
-¡Bueno! -contestó Iliá,  levantándose  m uy  orgulloso  de su  victoria-. Ya ves que soy más fuerte que  tú.  Si  me molestas,  te  pegaré otra vez.
Y  le  dejó,  limpiándose  con  la  manga  los  arañazos del rostro.
En  el  centro del  patio  estaba  el herrero.
Iliá le vió, y temblando de miedo, se detuvo, pensando que  el  herrero  le pegaría.
Éste   únicamente   le  dijo,  encogiéndose  de  hombros:
-¿Por  qué me  miras  así?    ¿No me  has visto  jamás?    ¡Anda, vete!
Por  la  noche, habiendo  atrapado  a  Iliá  detrás de la puerta cochera, Saviel le dió un golpecito en la mejilla y dijo sonriendo:
-¿Cómo  van  los  negocios,  trapero?
Iliá soltó una alegre carcajada. Sentíase  dichoso. El  herrero, el hombre más robusto del  patio, siempre  gruñón,  a quien  todos  temían   y  respetaban,  bromeaba   con  él.
El  herrero   aumentó   más   la   alegría   del   niño, apoyándole su  mano  de  hierro  en  el  hombro  y  diciéndole:
-¡Eres muy robusto,  muchacho!   ¡Durarás mucho!    Crece, y cuando seas hombre, te tomaré en la fragua.
Iliá  cogió  cerca  de  las  rodillas  las  musculosas  piernas   del  herrero  y  se  estrechó  contra  ellas.
Saviel  sintió sin  duda  el  estremecimiento  de  aquel  corazoncito,  que  se  ahogaba,  contento  de  su   cándida  caricia.                Puso su  pesada  mano  en  la  cabeza  de  Iliá,  y  dijo:
-¡Ah, pobre huérfano!...  Vamos,  déjame. . .
Aquella noche Iliá se entregó radian te de alegría, a su ocupación cotidiana,  que consistía en  distribuir a  los  niños las  curiosidades  recogidas durante  el día.
Los  niños  le esperaban  hacía rato.
Sentados en el suelo formaron corro en torno de Iliá, y contemplaron con ojos codiciosos  los  objetos  que  Iliá  sacaba del  saco:  un  soldado  de  madera,  retazos de tela,  una  caja  de betún,  un  frasco de  perfumes  y  una  taza  de  té,  todo  desportillado  y roto.
-¡Para  mí,  para   mí!   -gritaban   los  niños  alargando   sus manecitas sucias.
-¡Aguardad!,  no  hay   que  tocar   -ordenaba   Iliá-.    Si  lo cogéis todo en seguida, no podremos jugar. Vamos, abro la tienda. ¡Vendo tela excelente!   ¿Que cuánto   vale?   ¡Un rublo!     ¡Cómprala, Mashka!
-¡La compro! -contestó  Jacov  por  la  hija  del  zapatero. Y  sacando  del  bolsillo  un  cristal  que  ya  tenía  preparado, lo dio a Iliá como si fuera una moneda.
Pero Iliá no quiso recibirlo.
-¡No, no se hace así!, ¡hay que regatear! ¡No regateas nunca! ¡No se hace así!
-¡Lo olvidaba! –dijo Jacov, y regatearon.
Vendedor y compradores, entretenidos por  el  juego,  pasaban así el tiempo, cuando Pashka, aprovechando el descuido general, se apoderó de los objetos que le gustaban, y huyó gritando:
-¡Lo  he  robado!,  ¡lo  he  robado!    ¡Tontos!,  ¡imbéciles!
Al principio, aquellas hazañas irritaron a todos. Los pequeños protestaban;  Jacov  e  Iliá corrían para pillar a Pashka, pero éste se les escapaba siempre.
Poco a poco se acostumbraron a sus tretas. Le conocían bien.   No  le  querían,  y no  jugaban  con él.
Pashka vivía  solo,  cuidando  siempre  de  molestar  y  enojar  a  los  demás.
Jacov, cual nodriza, cuidaba de la hija del zapatero. Ésta aceptaba tales cuidados como si le fueran debidos,  y  por  más que  llamaba  a  Jacov  "Jashechka" (1) ,  le pegaba   y  arañaba  a menudo.
La amistad de Jacov por Iliá era cada vez más íntima.
Aquél le contaba sus extraños  sueños.
-He visto en sueños mucho dinero, un  saco lleno de rublos; era mío, y lo arrastraba hacia el bosque. De repente ladrones terribles  y armados  de  cuchillos  llegan,  me  amenazan  y  yo huyo.    De  pronto  siento  que  algo  se  mueve  dentro del  saco, lo tiro, y veo que se escapan de él cientos de pájaros: canarios, abejarucos,  jilgueros.    Me   cogen,  me  levantan   y  me  suben a  lo  alto,  muy   alto. . .
Interrumpía su narración, abríanse sus ojos desmesuradamente  y  tomaba  su  aspecto  de carnero.
-¿Y qué más? –preguntaba Iliá, que deseaba saber el final.
-¡Nada más. . . que volé! -terminaba  Jacov,  con  expresión pensativa.
-¿A dónde?
-No  sé. . .  a  lo  lejos.
-¡Tonto!   -decía   Iliá   en   tono   despreciativo-,  nunca   te acuerdas de nada.
Por  regla  general,  mientras  hablaban  así,  aparecía Eremei, que  preguntaba:
-¿Dónde  estás,  Iliá?               Ya  es  hora  de acostarse.
El  niño  seguía   dócilmente  al  trapero  y  se  acostaba   en  un gran saco repleto de heno.
Dormía  muy  bien allí.
Pronto,   sin  embargo,   aquella   existencia   agradable   y  tranquila acabó.
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(1) Diminutivo cariñoso de Jacov. (N. de la t.)

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