viernes, 27 de enero de 2017

Los Tres - Máximo Gorki - Capítulo III

MAXIMO GORKI
LOS TRES
(Traducción directa del ruso por Nina Maganov)
Capítulo III

Guiado por el viejo Eremei, Iliá llevó vida más alegre. El viejo despertaba cada mañana al niño, y los dos, hasta la noche, iban por la ciudad recogiendo trapos, huesos, papel, hierros y retazos de cuero.
         La ciudad era grande, y al principio, llamaba tanto la atención a Iliá, que ayudaba poco al trapero. Miraba en torno suyo, se admiraba y preguntaba.
         Eremei era locuaz. Con la cabeza baja y la vista fija en el suelo, iba de patio en patio haciendo resonar su bastón herrado, enjugando sus lágrimas y contestando con voz gangosa a su ayudante:
- Esta casa pertenece al comerciante Pchelin Sava. Es rico. . .  Tiene la casa magníficamente amueblada.
- ¿Cómo se hace uno rico, abuelo?
- Trabajando mucho. . . Trabajan día y noche y recogen dinero sin cesar. Cuando tienen mucho, construyen una casa, compran caballos, vajilla y otras cosas. . . ¡Todo lo de su casa es flamante!  Luego toman criados, porteros y dependientes que trabajan para ellos, y en cambio, ellos descansan y se dan buena vida. Entonces la gente dice: “¡He aquí un hombre que se ha hecho rico trabajando honradamente!” Hay otros que se enriquecen con malas artes. Se dice que Pchelin perdió su alma siendo joven. Quizá lo digan por envidia, ¡quizá sea verdad! Este Pchelin es malo y mira atravesado. . . ¡Quién sabe!. . . ¡Quizá son mentiras!. . . quizá ha tenido suerte y nada más. . . ¡Sólo Dios sabe la verdad! Nosotros nada sabemos; sólo somos hombres. Los hombres son semilla divina, tienen alma. . . Dios nos sembró sobre la tierra. . . “¡Creced y veré que trigo sale de vosotros!” Eso es. . . ¿Ves aquella casa? es de Sabániev Dmitri Pávlovich. . . Es aún más rico que Pchelin. . . Éste sí que es un bandido. . .  lo sé. . .  no quiero juzgarle. . .  sólo Dios puede juzgar. . .  pero lo conozco. Era starosta (alcalde) en mi pueblo, y a todos nos ha robado y saqueado. . .  Dios sufrió sus maldades; pero ha empezado a pedirle ya cuentas. . .  Sabániev ha quedado sordo; luego, un caballo mató a su hijo, y hace poco que su hija se le escapó. . .
 El anciano conocía a toda la ciudad y hablaba de todo sin malevolencia, sencillamente, purificando por medio de sus palabras sinceras los hechos más repugnantes.
El niño le escuchaba, miraba las casas inmensas, y decía a veces:
-Me gustaría ver lo que pasa dentro.
-¡Ya lo verás! ¡Espera! Aprende y trabaja. Cuando seas hombre, lo verás todo. Quizás también te enriquezcas. . . vive. . .  Yo he vivido, vivido. . .  he mirado, y a fuerza de mirar, me estropeé la vista. . .  Mira cómo me lloran los ojos, cómo me lloran. . .  Todas mis fuerzas se han con mis lágrimas y parece que se me ha secado la sangre. . . 
A Iliá le gustaba oír las palabras del viejo, llenas de unción y de amor divino. Bajo su influencia, se despertaba en el corazón del niño la esperanza en algo bueno y alegre para lo provenir.
Estuvo desde entonces más risueño, y parecía más niño que durante los primeros meses de su estancia en la ciudad.
Ayudaba con entusiasmo al viejo a rebuscar entre la basura. Aquella ocupación le interesaba mucho. Gustábale sobre todo la alegría de Eremei cuando hallaban algo inesperado.
Un día, Iliá descubrió en un montón de basura un cucharón de plata.
El anciano le compró, para recompensarle, confites de menta.
En otra ocasión, halló un portamonedas sucio y mohoso, que contenía más de un rublo.
A veces recogía cuchillos, tenedores, objetos de latón rotos, cajas de betún, y un día halló un candelero de cobre, intacto y muy pesado.
El anciano compraba al niño dulces y chucherías cuando hacía tales hallazgos.
Ante los objetos raros, Iliá gritaba:
-¡Abuelo!, ¡mira, mira!
Pero el anciano, lanzando en torno una mirada inquieta, decía:
-¡Bueno, no grites! ¡Dios mío!
Sentía temor y arrancaba el objeto de manos del niño, escondiéndolo rápidamente en el saco.
-¡Qué buena pesca he hecho! –exclamaba Iliá, entusiasmado por su buena suerte.
-¡Cállate, cállate! Cállate, hijo mío –decía cariñosamente el viejo, cuyas lágrimas brotaban de los ojos enrojecidos y enfermos.
-¡Mira, abuelo, ahora he cogido un hueso! –anunciaba Iliá.
Los trapos y los huesos no causaban impresión al viejo. Los cogía de manos del niño, los limpiaba y los echaba tranquilamente en el saco.
Eremei había regalado a Iliá un saco y un gancho.
El muchacho sentíase orgulloso de aquellos objetos. Ponía en el saco cajas, juguetes rotos, cristales de colores y experimentaba gran alegría al oírlos sonar sobre su espalda.
El  viejo  le  había  enseñado  a  recoger   todo   aquello.
-Recógelos y llévalos  a  casa  -le había  dicho-.  Se  los  darás a los niños, que se alegrarán. . . ¡Es gran dicha poder alegrar  a los hombres,  hijo  mío!   ¡Todos anhelan  la alegría, y hay muy poca alegría en la  vida!  ¡Tan  poca  hay,  que  existen  gentes  que jamás  pudieron  encontrarla! . . .
El gran cobertizo  donde  descargaban la  basura los  carros  del municipio, gustaba mucho más a Iliá  que  todos  los  viajes que  hacía  de  uno  a  otro  patio.
Allí no había nadie, exceptuando dos o tres  viejos  traperos como Eremei. Se podía  rebuscar  bien  sin  temor  a  la llegada del portero  armado  de  una  escoba  para  insultarles,  arrojarles, y hasta  pegarles  a  veces.
Todos los días, después de buscar  durante  una  hora  o  dos  en  aquella  montaña  de  desperdicios,   Eremei   decía  al  niño:
-Basta  ya,  Iliá,  monín;  sentémonos  un  rato, descansemos y  comamos  un bocado.
Sacaba entonces un trozo  de  pan, lo  partía  haciendo la señal  de  la  cruz  y  se  lo comían.
Después permanecían tendidos media hora junto  al  borde  de la  torrentera  que bajaba  hacia  el  río.
Ancho, plateado, con reflejos azulados, corría el río silencioso, y a Iliá le daba deseos de marchar a lo  lejos. . . siguiendo sus aguas.
Detrás del  río  se  desplegaban  grandes  praderas verdes en las cuales, como torres grises,  se  levantaban enormes montones  de  heno.
Y a lo lejos, en la  extremidad  del  mundo,  se  unía  al  cielo azul  la  pared  oscura  y  dentellada  del  bosque.
Suave silencio reinaba en la llanura. El aire debía  ser allí perfumado, puro  y diáfano.
En cambio, junto  a  las  inmundicias,  se  ahogaba  uno  respirando el olor penetrante que  despedían,  y  aquel  olor  cosquilleaba  la  nariz,  se  metía  en  el  pecho  y  hacía  lagrimear  los   ojos  de   Iliá,  como   los  del  viejo.
-¿Ves, Iliá, lo grande que es la tierra? -decía el  trapero-. En todas partes viven y luchan los hombres. Desde lo alto  del cielo, el Señor les mira, y lo ve y lo sabe todo.                    Puedes ocultar   a  los  hombres   las   manchas  de  tus   pecados,   pero  no a  Él;  Él  te ve,  y  dice  para  sí  contemplándote:  "¡Ah, pecador!, ¡desgraciado pecador!,  ¡aguarda!  ¡Te  recompensaré! . . . "  Y  llega  un  día  en  que  te  recompensa  duramente . . .  Ordenó  a los hombres que se amasen unos  a  otros,  y  dispuso  que aquellos que no aman a nadie, de nadie sean amados. Viven solos  y llevan  una  existencia  penosa  Y   sin  alegrías. . .
El niño, tendido en el suelo, contemplaba el cielo infinito.  Sentíase   triste   y    soñoliento.    Vagas   imágenes   surgían   en su  mente.
Le   parecía   que  un   ser  inmenso,  al  que  sus  miradas no podían abarcar, ser resplandeciente,  cariñoso  y  bueno, nadaba en los  cielos, y que él, Iliá, junto  con el viejo y toda  la  tierra,    se elevaba hacia el gigante por las alturas infinitas, entre la claridad  azul,  la  pureza  y  la  luz.
El   corazón   del   niño   desbordaba   de   alegría   silenciosa y tranquila,  ante  aquellas  visiones.
Al volver a casa, Iliá entraba  en  el  patio  con  la  expresión  seria de  un  hombre  que  ha  trabajado  y  que  no  tiene  tiempo  para  cuidarse  de  las  tonterías  que  encantan  a  los  muchachos y  las  niñas.
Los  chicos  del  patio  le  respetaban   por  su  aspecto  vigoroso y por aquel saco que guardaba tantas maravillas.  Eremei  sonreía  a  los  niños  y  bromeaba:
-Ya  han  llegado  los  mendigos.  Han  corrido  toda   la   ciudad y han hecho mil diabluras. Iliá, ve a lavarte, y corre a tomar  el  té.   
Iliá se iba entonces al sótano; y los niños le seguían alegremente,  palpando  con  prudencia  el  contenido  del  saco.
Entonces  Pashka  le  cerraba  insolentemente  el paso:
-¡Oye,  tú,  trapero!,  ¿qué  es  lo  que traes?
-Espera  -contestaba  con  expresión  seria Iliá -, voy a  cenar. Después  te  lo enseñaré.
En   la  taberna,  el  tío  Terenti  le  recibía  alegre.
-¡El buen obrero está ya de vuelta! -decía-. ¿Estás muy cansado, hijo mío?
A  Iliá  le  gustaba  mucho  que  le  llamasen  obrero:   pero sólo su  tío   le  llamaba  así.
Un día  Pashka  había  hecho  alguna  diablura, y  Saviel  le cogió,   y  apretando   su   cabeza   entre  las   rodillas, exclamaba:
-¡Toma!,   ¡toma!   Otros   muchachos   a    tu    edad    saben  ganarse el sustento y  tú  no  sabes  más  que comer  y  romper pantalones.
Los  gritos   de  Pashka   resonaban  en   el  patio  y   trataba de escapar, mientras  los  azotes  paternales  caían  sobre  su espalda.
Iliá escuchaba los alaridos de su enemigo  con  extraño  placer.
Las palabras del herrero  le hicieron comprender la superioridad  que  tenía  sobre  Pashka  y  sintió  piedad  de él.
-¡Déjale,   tío  Saviel!  -exclamó  de  repente.
El   herrero   dió  un   último  latigazo  a   su   hijo,   y   mirando a Iliá dijo con ira:
-¡A ver si hay para también, señor defensor! Luego  rechazó  a  su  hijo y entró  en  la fragua.
Pashka se levantó y se arrastró a un rincón  del  patio. Iliá,   lleno de compasión,  le  siguió.
Pashka se apoyó en la pared y empezó a llorar  a lágrima viva.
Iliá quiso consolar a su  enemigo,  y  no  encontró  más  que estas palabras:
-¿Te  ha   hecho  daño?
-¡Vete!  -gritó  Pashka.
Aquello  indignó  a  Iliá, que  dijo  en  tono sentencioso:
-¡Ya ves!, te  pasas  la  vida  pegando  a  los  demás,  y  ahora  te  ha  tocado  el  turno . . .
No  tuvo  tiempo  de  acabar.    Pashka  se  precipitó  sobre él y le empujó violentamente. Iliá, colérico, le pegó. Rodaron ambos  por  el  suelo.  Pashka  mordía   y   arañaba ,  pero  Iliá,  habiéndole cogido por  los  cabellos,  le  golpeaba  la  cabeza  contra  el suelo.
Por fin Pashka suplico:
-¡Suéltame!
-¡Bueno! -contestó Iliá,  levantándose  m uy  orgulloso  de su  victoria-. Ya ves que soy más fuerte que  tú.  Si  me molestas,  te  pegaré otra vez.
Y  le  dejó,  limpiándose  con  la  manga  los  arañazos del rostro.
En  el  centro del  patio  estaba  el herrero.
Iliá le vió, y temblando de miedo, se detuvo, pensando que  el  herrero  le pegaría.
Éste   únicamente   le  dijo,  encogiéndose  de  hombros:
-¿Por  qué me  miras  así?    ¿No me  has visto  jamás?    ¡Anda, vete!
Por  la  noche, habiendo  atrapado  a  Iliá  detrás de la puerta cochera, Saviel le dió un golpecito en la mejilla y dijo sonriendo:
-¿Cómo  van  los  negocios,  trapero?
Iliá soltó una alegre carcajada. Sentíase  dichoso. El  herrero, el hombre más robusto del  patio, siempre  gruñón,  a quien  todos  temían   y  respetaban,  bromeaba   con  él.
El  herrero   aumentó   más   la   alegría   del   niño, apoyándole su  mano  de  hierro  en  el  hombro  y  diciéndole:
-¡Eres muy robusto,  muchacho!   ¡Durarás mucho!    Crece, y cuando seas hombre, te tomaré en la fragua.
Iliá  cogió  cerca  de  las  rodillas  las  musculosas  piernas   del  herrero  y  se  estrechó  contra  ellas.
Saviel  sintió sin  duda  el  estremecimiento  de  aquel  corazoncito,  que  se  ahogaba,  contento  de  su   cándida  caricia.                Puso su  pesada  mano  en  la  cabeza  de  Iliá,  y  dijo:
-¡Ah, pobre huérfano!...  Vamos,  déjame. . .
Aquella noche Iliá se entregó radian te de alegría, a su ocupación cotidiana,  que consistía en  distribuir a  los  niños las  curiosidades  recogidas durante  el día.
Los  niños  le esperaban  hacía rato.
Sentados en el suelo formaron corro en torno de Iliá, y contemplaron con ojos codiciosos  los  objetos  que  Iliá  sacaba del  saco:  un  soldado  de  madera,  retazos de tela,  una  caja  de betún,  un  frasco de  perfumes  y  una  taza  de  té,  todo  desportillado  y roto.
-¡Para  mí,  para   mí!   -gritaban   los  niños  alargando   sus manecitas sucias.
-¡Aguardad!,  no  hay   que  tocar   -ordenaba   Iliá-.    Si  lo cogéis todo en seguida, no podremos jugar. Vamos, abro la tienda. ¡Vendo tela excelente!   ¿Que cuánto   vale?   ¡Un rublo!     ¡Cómprala, Mashka!
-¡La compro! -contestó  Jacov  por  la  hija  del  zapatero. Y  sacando  del  bolsillo  un  cristal  que  ya  tenía  preparado, lo dio a Iliá como si fuera una moneda.
Pero Iliá no quiso recibirlo.
-¡No, no se hace así!, ¡hay que regatear! ¡No regateas nunca! ¡No se hace así!
-¡Lo olvidaba! –dijo Jacov, y regatearon.
Vendedor y compradores, entretenidos por  el  juego,  pasaban así el tiempo, cuando Pashka, aprovechando el descuido general, se apoderó de los objetos que le gustaban, y huyó gritando:
-¡Lo  he  robado!,  ¡lo  he  robado!    ¡Tontos!,  ¡imbéciles!
Al principio, aquellas hazañas irritaron a todos. Los pequeños protestaban;  Jacov  e  Iliá corrían para pillar a Pashka, pero éste se les escapaba siempre.
Poco a poco se acostumbraron a sus tretas. Le conocían bien.   No  le  querían,  y no  jugaban  con él.
Pashka vivía  solo,  cuidando  siempre  de  molestar  y  enojar  a  los  demás.
Jacov, cual nodriza, cuidaba de la hija del zapatero. Ésta aceptaba tales cuidados como si le fueran debidos,  y  por  más que  llamaba  a  Jacov  "Jashechka" (1) ,  le pegaba   y  arañaba  a menudo.
La amistad de Jacov por Iliá era cada vez más íntima.
Aquél le contaba sus extraños  sueños.
-He visto en sueños mucho dinero, un  saco lleno de rublos; era mío, y lo arrastraba hacia el bosque. De repente ladrones terribles  y armados  de  cuchillos  llegan,  me  amenazan  y  yo huyo.    De  pronto  siento  que  algo  se  mueve  dentro del  saco, lo tiro, y veo que se escapan de él cientos de pájaros: canarios, abejarucos,  jilgueros.    Me   cogen,  me  levantan   y  me  suben a  lo  alto,  muy   alto. . .
Interrumpía su narración, abríanse sus ojos desmesuradamente  y  tomaba  su  aspecto  de carnero.
-¿Y qué más? –preguntaba Iliá, que deseaba saber el final.
-¡Nada más. . . que volé! -terminaba  Jacov,  con  expresión pensativa.
-¿A dónde?
-No  sé. . .  a  lo  lejos.
-¡Tonto!   -decía   Iliá   en   tono   despreciativo-,  nunca   te acuerdas de nada.
Por  regla  general,  mientras  hablaban  así,  aparecía Eremei, que  preguntaba:
-¿Dónde  estás,  Iliá?               Ya  es  hora  de acostarse.
El  niño  seguía   dócilmente  al  trapero  y  se  acostaba   en  un gran saco repleto de heno.
Dormía  muy  bien allí.
Pronto,   sin  embargo,   aquella   existencia   agradable   y  tranquila acabó.
_____________

(1) Diminutivo cariñoso de Jacov. (N. de la t.)

Los Tres - Máximo Gorki - Capítulo II

MAXIMO GORKI
LOS TRES
(Traducción directa del ruso por Nina Maganov)
Capítulo II
Iliá  recordó  siempre  su  llegada  a  la   ciudad.
Despertóse temprano y vió ante él un  gran  río  de  turbia corriente,  y  al  otro   lado,   en   una   colina,  un conjunto de casas  con   tejados  rojos   y   verdes,  y  entre  aquellas  casas, espesos  árboles.
Las casas subían por la  colina, y  en  la  cumbre  se alineaban en  hileras  regulares  para  mirar  más  allá  del  río.
Emergían de la masa de los tejados las cruces de oro y las cúpulas  de  las  iglesias  elevándose  hacia  el  cielo.
Despuntaba el alba. Los rayos  oblicuos  del  sol  reflejábanse  en  los  cristales,  y  toda  la  ciudad  parecía  de oro  y  de colores.
-¡Qué bonita! -exclamó el niño, encantado por aquel espectáculo, y abrió cuanto pudo los ojos y permaneció mudo de admiración.
Después pensó con inquietud en lo que le  ocurriría  a  él,  tan pequeñito, con su pelo negro enmarañado, sus pantalones astrosos,  acompañado  del  jorobado  de su tío.
¿Les dejarían entrar en aquella  ciudad  tan  grande  y limpia, tan  reluciente  y  dorada?
Le parecía que la carreta se había detenido junto al  río,  porque  no  se permitía  entrar  en  la  ciudad  a los desharrapados.
Sin duda, su tío  había  ido  a  implorar  permiso.
El  muchacho,  asustado,  buscó  a  su   tío.
Muchas  carretas  seguían  y  precedían  a la suya.
En unas había grandes cántaros llenos de leche;  en  otras, cestas con volatería, cohombros, cebollas,  fresas  y  patatas.
Las  guiaban  campesinos,  y  algunas  mujeres  estaban  sentadas o en pie  al  lado  de los  conductores.
Todo aquello le  pareció  muy  singular  a  Iliá.  Aquella gente hablaba alto y llevaba trajes lujosos. Casi todos calzaban botas  altas, y aun  cuando un  hombre que llevaba sable  se paseaba, entre ellos, no sólo no parecían temerle, sino que  ni siquiera  le  saludaban. Esto gustó mucho a Iliá.
Tendido en el carro, miraba en  torno y pensaba  que algún  día   llevaría   también   botas  y  trajes lujosos.
De  pronto  vió  entre  los  aldeanos  a su  tío  Terenti.
Llevaba  erguida  la  cabeza, arrastra  los  pies  por  la arena; retratábase en su rostro la alegría y sonreía  a Iliá,  tendiéndole  la  mano  y  enseñándole algo.
-¡Dios nos protege, lliá! -dijo al llegar-. No temas, he encontrado en seguida  a  tío  Petruja.  Toma,  cómete  esto entre tanto.
Y dió un  bollo a  Iliá.  El niño  lo  tomó  casi religiosamente,  lo  ocultó  en  el  pecho  y  preguntó  con afán:
-¿Nos  dejarán  entrar  en  la  ciudad?
-En seguida;  en  cuanto llegue la  barca.
-¿A  nosotros,  también?
-¡Ya  lo  creo!    No   podríamos   vivir aquí.
-¡Ah! Yo pensaba que no nos dejarían entrar. ¿Y dónde iremos a vivir?
-No  lo  sé  aún. . .     Dios dirá.
-¿Y  si  fuéramos  a  ese  gran  edificio colorado?
-¡Tonto!    Es  un  cuartel.    Allí  sólo hay  soldados.
-Bueno,  entonces,  vamos a  ése  o  a  aquél. . .
-No: está   demasiado  lejos  para   nosotros.
-No  importa,  ya  llegaremos   -contestó  Iliá  con    firmeza.
-Dios  te  oiga  -suspiró  el  tío  Terenti.
Se instalaron en un  arrabal de  la  ciudad,  junto  al  mercado, en un  gran  edificio  gris.  Por  todo lados  había  construcciones  pegadas  a  la  casa,  unas  recientes  y  otras  viejas  y grises  como  ella.
Ventanas y puertas estaban desvencijadas y todo gruñía  y  crujía  en  aquella  casa.   Las  construcciones,  el  muro  de  cerca, la puerta cochera se amontonaban  unos contra  otros,  y  formaban una enorme  masa  de madera  medio  podrida  y  cubierta de musgo verdoso. Los cristales estaban  opacos  de  vejez,  el alero de la fachada sobresalía mucho,  y  la  casa  entera  se parecía   a  su   propietario,   que   era  el posadero.
También él era viejo y gris. Sus ojos se parecían a los  cristales.   Andaba   apoyándose   en  un  grueso bastón.  Sin duda le pesaba su enorme  barriga,  y  diríase  que  también crujía   y  gruñía.
Al   tío  Terenti  se  le  alojó  en  la  bodega,  sobre  un  banco, junto a la ventana que daba al patio,  en  un  punto  donde había  un  gran  montón  de  basura,  dos  matas  de  saúco  y   un  viejo tilo.
Al  tercer  día,  el propietario  de  la  casa,  gruñendo  de modo especial, enseñaba con la punta de su bastón  a  Iliá,  que  trataba   de  ocultarse  detrás  de  un  montón   de  basura.
-¿De  quién  es  este  niño?    ¿De  dónde   sale?
Iliá no contestó.
-¡Eh!   ¿De quién es este chico?   No quiero que esté  aquí. Vete. ¡Ya verás, ratoncillo! ¿Eres el hijo de la viuda? ¡Ah, pillastre!, ¡maldito jorobado! ¿Por qué no me dijo que tenía  un sobrino? Petruja, ¿qué miras? El jorobado  tiene  un sobrino: ¿qué significa  esto?
Petruja,  el  tabernero,   con  la  cara  colorada,  miró  hacia  el patio  y gritó:
-Es  por  unos  días  tan  sólo,  Vasili  Dorimedovich.    Iliá  es huérfano.    Entró  sin  que  yo  lo  supiera;  si  usted  quiere, haré que  se  vaya.
Cuando  Iliá oyó  que  le  iban  a  arrojar,  rompió  en llanto, y pasando como  una  saeta  ante  el  propietario,  se  precipitó por  la  ventana  de  la  bodega.
Allí  se  ocultó  bajo  la  banqueta,  y  después  de   envolverse la  cabeza  con  la capa  de su tío,  lloró  desconsoladamente.
Su  tío  le tranquilizó:
-¡No tengas miedo! ¡No hace más que chillar! ¡Es que chochea!   El  que manda  aquí no  es  él,  sino  Petruja. . .    Éste lo dirige todo. . . Sé amable y respetuoso con  él,  pues puede más   que  el   propietario.
Durante  los primeros  días  de  su  estancia  en  la  posada, Iliá lo inspeccionó todo. La casa le asombró por sus dimensiones.  Era tan grande  y  contenía  tanta  gente,  que  el  chico  creyó  que  ni  en  la  aldea  había   tantas  personas.
Se oía en ella ruido sordo como en las ferias. La hostería, siempre  repleta,  ocupaba  dos  pisos.
En  los  sotabancos  vivían  unas  mujeres  siempre borrachas, una de ellas,  Matiza,  gorda  y  negra,  infundía  miedo  al niño con  sus   miradas  sombrías.  En el sótano vivían el zapatero Perfishka con su  mujer  enferma,  avejentada,  lisiada,  y  su hija  de siete años;  el trapero Eremei;   una  pordiosera,   vieja,  flaca  y  tan   alborotadora  que  la llamaban "la corneta", y por fin, el cochero Makar  Stepanich, hombre  ya  maduro,  callado  y  pacífico.
En  un  rincón  del  sótano  había   una  fragua.   Allí,   durante todo  el  día,  ardía  el  fuego,  se  enrojecían  railes,  se  herraba  a  los caballos, golpeaban los  martillos,  y  el  herrero  Saviel  cantaba canciones   interminables   con  su   voz  bronca  y  lúgubre.  A  veces   aparecía  también  la  mujer  de  Saviel.
Pequeñita, regordeta,  con ojos azules y el pelo rojo,  llevaba siempre un pañuelo blanco en la cabeza. Causaba un efecto extraño ver aquella cabeza blanca en el agujero sucio de la fragua. Reía continuamente a carcajadas,  y  Saviel la acompañaba  con  su  voz  de  bajo.
Pero,  a  menudo,  respondía   a  la  risa  de  su  mujer  con  gruñidos de cólera.  Se decía que la amaba mucho, y que ella levaba mala conducta.
En  aquella  inmensa   construcción,   cada   agujero   encerraba  una criatura humana.   Toda  aquella  gente  se movía  y gritaba  sin  tregua,  y  todos  se  agitaban  y  bullían   como   el  agua   en  un  viejo   puchero   comido   por   la herrumbre.
Por  la  noche,  todos  salían  de  sus  agujeros,  invadían  el patio se  sentaban  en  los bancos,  junto  a  la  puerta cochera.
El zapatero tocaba el acordeón;  Saviel mugía sus  canciones, y Matiza, cuando había bebido, entonaba unas canciones tristes  que  nadie  entendía  y  que  la  hacían  llorar.
En un  rincón,  formando corro  alrededor  del  viejo  trapero,  se reunían  los  niños  y  le  pedían  que  les  contara  un cuento.
-¡Un   cuento,  abuelito,  un  cuento!
El  anciano  les miraba  con  sus  ojos  enrojecidos  y lacrimosos, y después de haberse calado su viejo gorro rojo, empezaba así  con  voz  temblorosa:
-En un reino,  en un imperio lejano, nació un hereje  de padres desconocidos, a quienes Dios quería castigar dándoles  tal  hijo. . .
La larga barba  gris  de  Eremei  temblaba  cuando  se abría la boca negra y desdentada; temblábale la cabeza, por las arrugas de las  mejillas deslizábansele  las lágrimas . . .
Continuaba:
-Y este hijo era muy insolente;  no creía en Dios  ni amaba  a la Virgen, y pasando por delante de los templos no saludaba, ni obedecía a sus padres. . .
Los niños escuchaban su voz temblorosa y miraban  con atención   el   rostro   del  narrador.
El que oía  con  más  atención  era  Jacov,  hijo  de  Petruja,  un muchachito esmirriado, con la nariz  puntiaguda, y  una  gran cabeza sostenida  por  un cuello delgado.  Cuando corría  se le movía la cabeza como si quisiera desprenderse del tronco. Tenía los ojos grandes e inquietos, y sus miradas  se  deslizaban con ansiedad sobre todos los objetos, como si tuviera miedo de  detenerse. Cuando se  fijaba en un objeto,  los ojos se le ponían  redondos  y  daban  a  su  rostro  el  aspecto de  un  carnero.
Se  distinguía  de  los  demás   chicos  por  su  rostro   anémico   y  su   traje  limpio.
Muy pronto Iliá se  hizo  amigo  suyo,  y  Jacov  ya  el  primer día   le  preguntó   con  expresión   misteriosa:
-¿Hay  brujos  en  tu   aldea?
-Sí,  y  también  brujas.    El  ladrillero  era  brujo.
-¿Tenía  el  pelo  rojo?. . .  -preguntó   Jacov  en   voz  baja.
.-No,  gris;  todos  tienen  el  pelo  gris. . .
-Menos  mal   si  son   grises;   ésos  no   son   malos. . .   Los  rojos. ..  ¡oh!,  éstos sí  que  son  malos; son  los  que  beben la  sangre . . .
Habitualmente se refugiaban en el rincón del patio donde estaban el tilo, los saúcos y el montón de basura. Allí reinaba gran calma; sólo se veía el cielo y una pared con tres ventanas,  dos  de  las  cuales  estaban tapiadas.
Gustábales aquel rincón. En las ramas del tilo, piaban los gorriones, y los dos niños, sentados en  el  suelo,  hablaban  de lo  que les interesaba.
En la taberna había de continuo un bullicio inmenso que ensordecía  y  cegaba  a  Iliá.
Al principio aquel estruendo le entontecía. De pie detrás de una mesa, donde Terenti, sudoroso, fregaba la  vajilla, Iliá miraba a la gente que iba  y venía,  comiendo,  bebiendo, cantando,  riñendo,  abrazándose.
Todos los parroquianos tenían un aspecto repulsivo y llevaban trajes raídos y sucios. Les envolvía la  humareda del tabaco, y entre ella se agitaban y chillaban como endemoniados.
-¿Qué hace aquí?  ¡Vete  al  patio;  el  patrón  te  va  a  reñir! -decía  Terenti,  agitando  la  joroba   y  haciendo   entrechocar los  vasos.
Aturdido por  aquel bullicio,  Iliá  se iba  al   patio.
Allí, Saviel golpeaba de continuo con  sus martillos  y reñía  al  aprendiz.
La canción alegre del zapatero subía  desde  el  sótano,  en tanto que desde  las  buhardillas  llovían  los  gritos  y  ternos de  las mujeres  borrachas.
Pashka (1), el hijo de Saviel, montado  sobre  un  palo, corría  por  el  patio  gritando:
-¡Adelante,  diablo!
Su rostro, insolente y batallador, estaba cubierto de hollín. Llevaba siempre cardenales en la frente y las mejillas. Por los agujeros  de  su  camisa  rasgada,  mostrábase  el  cuerpo robusto.
Era  el  terror  del patio.         ·
Había pegado  ya  dos veces  a  Iliá,  y  cuando  éste  se  quejó a  su  tío,  Terenti  le  contestó,  encogiendo  los  hombros:
-¿Qué  quieres?   Aguántate, ya pasará  eso. . .
-Es  que  yo  quiero  pegarle también.
-No,  no  lo  intentes.
-¿Por  qué?   ¿Quién  es  él  para pegarme?
-Él es  de  la  casa, y  tú  eres  un  extraño.
Al  persistir  Iliá  en  la  idea  de  pegar  a  Pashka,  su   tío  se encolerizó.
Comprendió Iliá entonces que no  podía  compararse  con  los muchachos de la ciudad, y ocultando su odio en lo más íntimo del corazón,  se hizo  aún  más  amigo de Jacov.
Éste  parecía  siempre  serio;  no  reñía   con  los otros y  gritaba  pocas veces.
Jugaba poco, y le gustaba sobre  todo  hablar  de los juegos a que se entregaban los niños de las  familias ricas  en el jardín  de  la  ciudad.
Además de Iliá, Jacov hablaba con Mashka (2), la hijita del  zapatero,  la cual  tenía  siete años.
Tratábase  de una  niña  morena,  delgaducha, que se pasaba el santo día  en el  patio.
La madre de Mashka estaba siempre sentada junto a la puerta del sótano. Tenía largo el talle, una trenza le colgaba por  la  espalda,  y cosía  de continuo  inclinada sobre su trabajo.
Cuando  levantaba  la  cabeza  para   mirar  a su  hija, Iliá la examinaba.
Su rostro tenía una expresión cadavérica, que hacía resaltar más aun sus ojos negros y bondadosos. No hablaba casi nunca y llamaba  a  su  hija  por  señas.  Pocas  veces  se oía  su voz  ronca  gritando:
-¡Mashka!
Al principio Iliá se sentía atraído  hacia aquella  mujer;  pero, cuando supo que no tenía piernas y que moriría pronto, empezó  a temerla.
Una  vez,  al  pasar  junto  a  ella,  le  cogió  por  la  camisa, y atrayendo hacia sí al niño asustado, murmuró:
-¡Te ruego que no pegues a Mashka!  ¡No la maltrates...  Se  ahogaba,  y  apenas  pudo  acabar  la frase:
-¡No  la  maltrates,  monín!
Después  de  haberle mirado   con   sus  ojos  melancólicos, le soltó.
Desde   entonces   Iliá  y  Jacov  fueron  los  defensores, de la hija  del  zapatero,  y  procuraron   evitarle molestias.
Iliá hizo gran caso de tal  recomendación, formulada por una  persona  mayor.
Los demás, que estaban en el patio, no rogaban, sino que mandaban.    A  veces,  pegaban    también.
El  cochero  Makar,  limpiando  el  coche, pegaba  a  los niños con las bayetas sucias. Saviel se encolerizaba con los que entraban en la fragua, y les tiraba los sacos vacíos  del carbón.  El zapatero  les  bombardeaba  con  cuanto  tenía  a  mano,  si  se   detenían   ante  su  ventana,  interceptando   la luz.
A menudo pegaban también a los niños por aburrimiento, por  pasatiempo,  para  reírse.
Únicamente  el viejo  Eremei no  pegaba nunca.
Iliá comprendió pronto que se vivía  mejor  en el campo que  en  la  ciudad.
Allí  se  podía  pasear uno  por  donde  quisiera.  Aquí,  su  tío no le permitía salir del patio. Allí se  comían  frutas  y  legumbres;   aquí   era  preciso    pagarlo   todo.
Además, en el campo estaba uno más a sus anchas y más tranquilo; todos ejecutaban  igual  trabajo.  Aquí se insultaban, se empujaban y hacía cada cual lo que le daba la gana, pero todos  eran  pobres  y  vivían  amontonados  y hambrientos.
Iliá pasaba  los  días  en  el patio,  que empezaba a aburrirle, a causa de su gran fachada  gris y  de  sus ventanas sombrías. Un  día, a la hora  de  la  comida, Terenti  le  dijo suspirando:
-Se  acerca   el  otoño,  Iliá.    Van   a   apretarnos  las  clavijas. ¡Ah! ¡Señor!. . .
Calló, sumiéndose en  sus  reflexiones,   y   miró  tristemente el  plato  de  sopa.
El niño  meditaba  también.
Comían en  la  mesa que servía al  jorobado   para   fregar  los  platos.
En la taberna reinaba bullicio  ensordecedor. El  jorobado  añadió:
-Petruja dice que debes ir a la escuela con Jacov. Comprendo que aquí debe uno saber leer y escribir, pues, de lo contrario,  no  se sirve  para  nada. . .  Pero no sé cómo componérmelas. . . Para ir a la escuela, es menester vestirte, y maldito lo que me queda para trajes, con mi sueldo de cinco rublos.     ¡Ah!    ¡Señor,  tú  eres  nuestra  única  esperanza! . . . Los suspiros y las quejas  del  tío  habían  conmovido  a Iliá, que  propuso cariñosamente:
-Vámonos,  pues.
-¿A dónde quieres  que  vayamos?
-Vayamos   al  bosque  -contestó  Iliá.
Y  continuó con animación:
-Me has dicho muchas veces  que el  abuelo vivió  solo  en el bosque, durante muchos años. Nosotros somos dos. Recogeríamos cortezas, cazaríamos zorras y ardillas. .. Tú llevarías escopeta, y yo armaría trampas y cazaría pájaros. . ., Además, encontraríamos  fresas, setas. . . ¡Vámonos!
Su  tío  lo  miró  con  ternura  y  le  preguntó sonriendo:
-¿Y los lobos?   ¿Y los osos?
-Pues, para ellos serviría la escopeta -afirmó Iliá-. Yo, cuando sea mayor, no les temeré. Ahora mismo, ya no temo  a nadie. Aquí se vive mal. . . Aunque sea un niño, lo comprendo. Aquí le pegan a uno más que en el campo.  ¿Crees  que no se me alcanza? ¿Imaginas que soy de piedra? ... Cuando el herrero me pega en la cara, me duele todo el día...
-¡Ah!, pobre huérfano. . . -replicó Terenti, arrojando la cuchara.
Se  levantó  y salió.
Por la noche, Iliá, cansado de correr por  el  patio,  estaba sentado junto al tío, y  medio  dormido  oía  cómo  Terenti  hablaba con el viejo Eremei, que había entrado en la  taberna  para   beber  té.
El trapero tenía gran amistad con el  jorobado. Todas las noches  tomaba  el  té  junto  a  la  mesa  de Terenti.
-¡Qué importa!  -decía  Eremei-; no  desesperes.  ¡Confía en Dios!, ¡piensa en él! ¡Eres un siervo de Dios!. . . Así  lo dicen las Escrituras. . . Todo lo que es  tuyo es de  Dios . . . Todo depende de él, bien y mal . . . Algún día lucirá  la  luz para ti, y él dirá a un  ángel: "Ve,  servidor  mío,  ve  a  la tierra, y endulza  la  vida  de  Terenti, mi  siervo  sumiso" . . . Y  entonces  la  dicha  lucirá  para  ti . . .
-¡Yo  confío  en  Dios,  abuelo!  ¡Espero  que  me auxiliará!
-¡Ya lo creo!   ¡A nadie abandona  jamás!    Dios nos  envía  a la tierra para probarnos. . . para que cumplamos sus mandamientos . . . Desde  el cielo  mira  a  los suyos, para  ver si cumplen su ley, y cuando ve que  la  existencia  pesa mucho    a Terenti, envía una orden  al  viejo  Eremei: "¡Eremei,  socorre  a  mi siervo!"
Y de repente, con voz bronca como la del tabernero cuando estaba  encolerizado,  dijo  a  Terenti:
-Te   daré   dinero    para   vestir    a   Iliá. . .    Cinco    rublos.
Buscaré y encontraré y te los prestaré. . . Me los  devolverás cuando seas rico.
-¡Abuelo!  -exclamó  Terenti  con  alegría.
-¡Aguarda! ¡Calla! Durante unos meses me prestarás  al chico; aquí tampoco hace nada. . . A  cambio  de ese dinero  que te digo, me ayudará.  ¡Cogerá  huesos,  harapos!. . .  De  puro  viejo,  ya  me  cuesta  trabajo  inclinarme.
-¡Ah!    ¡Señor!  -exclamó  Terenti  con  voz  vibran te.
-Compréndeme -continuó Eremei-. Dios me da a mí, yo te doy a ti,  tú  das  al  niño,  y  él  se  lo  devuelve  a  Dios.  Es como una rueda. . . Así,  nadie  debe  nada  a  nadie.  ¡Oh,  amigo mío! ¡Mira!  ¡He  vivido,  he vivido  mucho,  y  ahora, sólo veo a  Dios!  ¡Todo es suyo! ¡Todo es para  Él!  ¡Todo  viene de Él!
Oyendo aquella  conversación,  Iliá se durmió.
Al día siguiente por la mañana, Eremei le despertó y dijo alegremente:
-¡Vámonos  a  pasear,  Iliá!   ¡Arriba!  ¡Abre los ojos!



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(1) Diminutivo de Pavel  (N. de la t.)

(2) Diminutivo de María  (N. de la t.)

Los Tres - Máximo Gorki - Capítulo I

MAXIMO GORKI
LOS TRES


(Traducción directa del ruso por Nina Maganov)

Muchas tumbas solitarias hállanse diseminadas en el corazón de los bosques de Kérjenez; yacen en ellas restos  de   ancianos   piadosos,   de   antiguos  creyentes (1), y hasta la historia de uno de aquéllos - Antip de nombre -  se recuerda  hoy  día en  la comarca.
He aquí  lo  que  se  cuenta:
Antip Luniev, rico aldeano, de austero carácter, después de vivir entregado a las tentaciones  del  mundo,  empezó a  meditar cuando llegó a los cincuenta años. Gran languidez se apoderó  de su alma,  y un  día, abandonó su  familia  y  se  fué  a  vivir  al bosque.
Al borde de escarpada torrentera, construyó una cabaña, y allí, sin ver a nadie, ni parientes ni amigos, permaneció ocho años seguidos.
A veces, caminantes extraviados daban  con  la  choza  de Antip, al que solían encontrar arrodillado en el  umbral,  rezando. Su aspecto inspiraba miedo; pues  el ayuno  y las oraciones le habían consumido, y, además, su cuerpo aparecía cubierto  de  vello,  cual  el  de  una  fiera.
Cuando veía un ser humano, se levantaba y le saludaba inclinándose  hasta  el  suelo.
Cuando le  preguntaban  el  camino  para  salir  del  bosque, lo indicaba con la mano, sin pronunciar palabra, saludaba de nuevo  y  se  encerraba  en  la cabaña.
Durante aquellos ocho años,  se  le  había  visto  algunas  veces, pero  nunca se oyó su voz.
Su mujer y sus hijos le  iban  a ver en ocasiones.  Aceptaba de ellos alimentos y ropas, les saludaba inclinándose hasta el suelo, pero  no  decía  una  palabra.
Murió el año que se mandó derribar las ermitas.

Murió de este modo:

Un comisario de policía llegó con un grupo de sus subordinados.
Antip estaba arrodillado  en la cabaña y rezaba en silencio.  El comisario le gritó:
-¡Eh, tú! ¡Vete!,  ¡vamos a derribar tu pocilga!  ·
Antip no les oiría tal vez, porque, a pesar de los repetidos llamamientos, no contestaba.

El comisario ordenó entonces que le arrojasen de la ermita.

Pero  los  agentes,  al  ver   a  aquel  anciano,  que,  sumido   en acción, no advertía siquiera  su  presencia,  quedaron  absortos no  obedecieron  a  su jefe.

Éste  ordenó  entonces  que  se  demoliera  la cabaña.
Sus subordinados empezaron a derribar el techo, poniendo cuidado en no  herir  al que rezaba.

Las hachas golpeaban por encima de  la cabeza  de Antip, caían las vigas, los ecos del bosque resonaban a  cada golpe,  los  pájaros,   turbados  por  el  ruido,  se  agitaban  en torno.

El  follaje   parecía estremecerse.

Sin  embargo, el  viejo  eremita continuaba rezando si  como no  viera  ni  oyera  nada.
Caían  una  tras  otra  las  vigas,  y  el  habitante de  la  cabaña permanecía   silencioso  y  de rodillas.

Pero cuando derribaron las últimas tablas,  cuando  el  comisario, aproximándose al viejo, le cogió  por  los cabellos, entonces Antip,  levantando  los  ojos  al  cielo,  dijo  suavemente:

-¡Perdonadles, Dios mío! . . .

Y cayendo al suelo, murió.

Cuando  esto  ocurría, el  hijo  mayor  de  Antip,  Jacov, tenía veintitrés   años,  y  el  menor,  Terenti,  dieciocho.

A Jacov, guapo y robusto, ya desde su adolescencia le habían puesto por mote el Alocado, y cuando murió su padre era, sin duda  alguna,  el mayor calavera de la comarca.

Todos  se  quejaban  de  él: su  madre,  el  starosta (2),  los vecinos.

Le encerraron en la prevención, le habían apaleado, le  pegaban de continuo, pero nada podía dominar la poderosa naturaleza de Jacov, que cada  vez  se  sentía  más  triste  entre los aldeanos, esos rascolnic (3) que trabajan como topos, rechazando toda innovación y apoyando obstinadamente las prácticas  de  la  religión   antigua.

Jacov   fumaba,   bebía,   vestía   chaqueta,  no   iba  a  misa, y cuando las personas sesudas, le amonestaban,  respondía  con mofa:

-Esperad,   dignos   ancianos. Todo   llega     su   tiempo. Cuando haya pecado  bastante, me arrepentiré,  pero  ahora  me parece demasiado pronto. No  me  citéis  como  ejemplo  a mi padre, porque pecó durante cincuenta años, y sólo se arrepintió durante ocho. . . Cuando  epecado  haya arraigado  en  mí,  entonces me  arrepentiré. . .

"¡Es  un  hereje!",  decían  de  Jacov   en  la aldea,  y  le  aborrecían  y  le temían.

Dos  años  después  de morir  su  padre,  se casó Jacov.


Habiendo derrochado todas las riquezas reunidas durante treinta años por su padre, nadie le hubiera querido por yerno en la comarca; pero, en una aldea lejana, encontró una huérfana, muy buena moza, y para  celebrar  sus bodas,  vendió un  tronco  de  caballos  y  las colmenas.

Su  hermano   Terenti,  un   jorobadillo   callado  y  tímido,  no se opuso  a  su  voluntad.

Únicamente su madre, enferma y acostada de continuo sobre la  estufa,  le  reñía  y  con  su  voz  ronca   le  hacía   las   más funestas  predicciones.
Maldito!...        ¡Piensa  siquiera   en  tu   alma!. . .  ¡Arrepiéntete. . .
 -No tema usted por mi  madre. Padre será mi intercesor ante Dios – contestaba Jacov.

Durante  el  primer  año  de su  matrimonio,  vivió tranquilamente.    Hasta   trabajó.
Pero,  un  día,  de nuevo  se  entregó  a sus locuras.
A veces desaparecía de su casa durante meses enteros, y volvía después junto a su mujer, haraposo y miserable…
Murió su madre. En los funerales, Jacov hirió al starosta, su antiguo enemigo, y le encarcelaron.
Después de cumplir la condena, volvió a la aldea con la cabeza afeitada, taciturno y odiando al género humano.
El odio de los campesinos hacia él aumentó y alcanzo a Terenti, que desde la infancia era el hazmerreír de los muchachos del pueblo.
Llamaban a Jacov “preso” y bandido, y a Terenti, monstruo y brujo.
Este callaba al oír tales injurias, pero Jacov amenazaba a la gente:
-¡Ya me las pagareis todas! ¡No perderéis nada con esperar!
Tendría cuarenta años cuando un gran incendio estallo en la aldea. Le acusaron de haberlo producido. Fue juzgado y desterrado a Siberia.
Terenti tuvo que cuidar de la mujer de Jacov, que enloqueció durante el incendio, y de su hijo Iliá. Un muchacho de diez años, de ojos negros, robusto y serio.
Cuando el muchacho salía a la calle, los otros niños le perseguían, le apedreaban. Y las personas mayores decían:
-¡Ah, diablillo! ¡Retoño de presidio!, ¿Por qué no revientas?
Terenti, incapacitado para trabajos pesados, vendía, antes del incendio, agujas, hilo y alquitrán. Pero el fuego, al destruir la mitad de la aldea, no había respetado la casa de los Luniev ni las mercancías de Terenti.
Así, después del siniestro, solo quedaba a los Luniev, por toda fortuna un caballo y cuarenta y tres rublos.
Terenti, comprendiendo que no les sería posible vivir en la aldea, confió a una pobre mujer la esposa de Jacov a cambio de medio rublo por mes, compró un desvencijada carreta, metió en ella a su sobrino, y decidió ir a la capital del gobierno, donde esperaba encontrar apoyo en un pariente lejano, Petruja Filimonov, encargado de la cantina de una posada.
Terenti abandonó la casa por la noche, sin ruido como ladrón.
Guiaba en silencio el caballo, y de cuando en cuando inspeccionaba el camino con sus grandes ojos negros.
El caballo iba al paso: la carretera se hundía en los baches dando tremendas sacudidas.
Iliá casi oculto entre los haces de heno, se durmió con el profundo  sueño  de  la infancia.
Despertó  por   la  noche,  oyendo  gritos   agudos,  semejantes  a  los  aullidos  de  los  lobos.
La noche era clara; la carreta se había detenido junto a un bosque;  el  caballo  pastaba  la  hierba  cubierta  de rocío.
A lo lejos,  entre  los  campos,  había  un  gran  pino solitario, como  sí hubiera  sido  arrojado  del bosque.
Las miradas ansiosas del niño buscaron a su tío, y en el silencio de la noche se oían las pisadas del caballo, sus resoplidos y los gritos desconocidos y temerosos.
¡Tío!.
¿Qué? – contestó Terenti; y los gritos alarmantes cesaron.
¿Dónde estás?
Estoy aquí; ¡Duerme!
Iliá vio entonces que su Tío, negro y semejante a un tronco de árbol descuajado, estaba sentado en un montículo junto al bosque.
Tengo miedo- añadió el niño.
¿De qué? Estamos solos…
Alguien grita
Lo habrás soñado- contesto cariñosamente el jorobado.
Te juro que no.
Bueno… duerme… es un lobo… está muy lejos….
Pero Iliá no podía dormir, le asustaba el silencio, y resonaba en sus oídos el grito espantoso.
Fijándose, vio que su tío miraba hacia la montaña, donde, en pleno bosque, se elevaba una iglesia blanca, iluminada por el disco grande y redondo de la luna.
Reconoció la iglesia de Romodanes y vio que a dos versta (4) de distancia estaba su aldea, la Kitiejnaia.
-Poco hemos andado –dijo.
-¿Qué?
-Dijo que sería mejor ir más lejos… Aun pueden venir ésos…
Y con ademán hostil, señaló la aldea.
-Espera, ya nos iremos –contestóle el tío.
Iliá acurrucado y mirando hacia afuera contemplaba a su tío.
Detrás de la obscura masa del bosque ya no se veía la aldea.
El niño, sin embargo, creía verla aún con habitantes y cabañas; creía ver la vieja garrucha del pozo que estaba en el centro de la calle. Cerca del pozo, ve a su padre tendido, con la camisa hecha jirones, atadas las manos, desnudo el pecho, y la cabeza apoyada en el suelo. Permanece inmóvil como muerto, pero mira con ojos terribles a los campesinos reunidos junto a la casa del starosta. Son muchos, parecen airados, gritan e injurian…
Aquellos recuerdos entristecen al niño. Algo le oprime la garganta. Va a llorar, pero se contiene, acurrucándose más, porque no quiere alarmar a su tío.
De pronto, resuena de nuevo el alarido. Primero fue un suspiro, después un rugido en el aire:
-¡O-o-o!…
El niño se estremeció y contuvo la respiración, el sonido vibraba y crecía.
-¡Tío!, ¿Eres tú quien grita así? –preguntó Iliá.
Terenti no contestó y permaneció inmóvil.
El niño entonces, conteniendo sus lágrimas dijo:
-Cuando yo sea hombre, me las pagarán… Si… Me las pagarán…
Después de llorar un rato, Iliá se durmió.
Su tío le cogió en brazos, le acostó dentro del coche y de nuevo volvió junto al bosque para desahogar su pena con   alaridos  angustiosos,  prolongados  y  tristes   como   los   de  perro    vagabundo.

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Notas de la Traductora:
(1) Es decir: ortodoxos anteriores a  las  reformas  del  patriarca  Nicón, diferenciándose de los popovichi, que son los ortodoxos que siguen la religión del Estado.
(2) Alcalde de aldea.
(3) Secta  de   antiguos  creyentes   que   no   reconocían   la autoridad  de la  Iglesia  ni de  los  popes.
(4) Medida rusa equivalente a 1.067 metros. (N. de la t.)