MAXIMO GORKI
LOS TRES
(Traducción directa del ruso
por Nina Maganov)
Capítulo III
Guiado por el viejo Eremei, Iliá
llevó vida más alegre. El viejo despertaba cada mañana al niño, y los dos,
hasta la noche, iban por la ciudad recogiendo trapos, huesos, papel, hierros y
retazos de cuero.
La
ciudad era grande, y al principio, llamaba tanto la atención a Iliá, que
ayudaba poco al trapero. Miraba en torno suyo, se admiraba y preguntaba.
Eremei
era locuaz. Con la cabeza baja y la vista fija en el suelo, iba de patio en
patio haciendo resonar su bastón herrado, enjugando sus lágrimas y contestando
con voz gangosa a su ayudante:
- Esta casa pertenece al
comerciante Pchelin Sava. Es rico. . .
Tiene la casa magníficamente amueblada.
- ¿Cómo se hace uno rico, abuelo?
- Trabajando mucho. . . Trabajan
día y noche y recogen dinero sin cesar. Cuando tienen mucho, construyen una
casa, compran caballos, vajilla y otras cosas. . . ¡Todo lo de su casa es
flamante! Luego toman criados, porteros
y dependientes que trabajan para ellos, y en cambio, ellos descansan y se dan
buena vida. Entonces la gente dice: “¡He aquí un hombre que se ha hecho rico
trabajando honradamente!” Hay otros que se enriquecen con malas artes. Se dice
que Pchelin perdió su alma siendo joven. Quizá lo digan por envidia, ¡quizá sea
verdad! Este Pchelin es malo y mira atravesado. . . ¡Quién sabe!. . . ¡Quizá
son mentiras!. . . quizá ha tenido suerte y nada más. . . ¡Sólo Dios sabe la
verdad! Nosotros nada sabemos; sólo somos hombres. Los hombres son semilla
divina, tienen alma. . . Dios nos sembró sobre la tierra. . . “¡Creced y veré
que trigo sale de vosotros!” Eso es. . . ¿Ves aquella casa? es de Sabániev
Dmitri Pávlovich. . . Es aún más rico que Pchelin. . . Éste sí que es un
bandido. . . lo sé. . . no quiero juzgarle. . . sólo Dios puede juzgar. . . pero lo conozco. Era starosta (alcalde) en mi pueblo, y a todos nos ha robado y
saqueado. . . Dios sufrió sus maldades;
pero ha empezado a pedirle ya cuentas. . .
Sabániev ha quedado sordo; luego, un caballo mató a su hijo, y hace poco
que su hija se le escapó. . .
El anciano conocía a toda la ciudad y hablaba
de todo sin malevolencia, sencillamente, purificando por medio de sus palabras
sinceras los hechos más repugnantes.
El niño le escuchaba, miraba las
casas inmensas, y decía a veces:
-Me gustaría ver lo que pasa
dentro.
-¡Ya lo verás! ¡Espera! Aprende y
trabaja. Cuando seas hombre, lo verás todo. Quizás también te enriquezcas. . .
vive. . . Yo he vivido, vivido. . . he mirado, y a fuerza de mirar, me estropeé
la vista. . . Mira cómo me lloran los
ojos, cómo me lloran. . . Todas mis
fuerzas se han con mis lágrimas y parece que se me ha secado la sangre. . .
A Iliá le gustaba oír las
palabras del viejo, llenas de unción y de amor divino. Bajo su influencia, se
despertaba en el corazón del niño la esperanza en algo bueno y alegre para lo
provenir.
Estuvo desde entonces más
risueño, y parecía más niño que durante los primeros meses de su estancia en la
ciudad.
Ayudaba con entusiasmo al viejo a
rebuscar entre la basura. Aquella ocupación le interesaba mucho. Gustábale
sobre todo la alegría de Eremei cuando hallaban algo inesperado.
Un día, Iliá descubrió en un
montón de basura un cucharón de plata.
El anciano le compró, para
recompensarle, confites de menta.
En otra ocasión, halló un
portamonedas sucio y mohoso, que contenía más de un rublo.
A veces recogía cuchillos,
tenedores, objetos de latón rotos, cajas de betún, y un día halló un candelero
de cobre, intacto y muy pesado.
El anciano compraba al niño
dulces y chucherías cuando hacía tales hallazgos.
Ante los objetos raros, Iliá
gritaba:
-¡Abuelo!, ¡mira, mira!
Pero el anciano, lanzando en
torno una mirada inquieta, decía:
-¡Bueno, no grites! ¡Dios mío!
Sentía temor y arrancaba el
objeto de manos del niño, escondiéndolo rápidamente en el saco.
-¡Qué buena pesca he hecho!
–exclamaba Iliá, entusiasmado por su buena suerte.
-¡Cállate, cállate! Cállate, hijo
mío –decía cariñosamente el viejo, cuyas lágrimas brotaban de los ojos
enrojecidos y enfermos.
-¡Mira, abuelo, ahora he cogido
un hueso! –anunciaba Iliá.
Los trapos y los huesos no
causaban impresión al viejo. Los cogía de manos del niño, los limpiaba y los
echaba tranquilamente en el saco.
Eremei había regalado a Iliá un
saco y un gancho.
El muchacho sentíase orgulloso de
aquellos objetos. Ponía en el saco cajas, juguetes rotos, cristales de colores
y experimentaba gran alegría al oírlos sonar sobre su espalda.
El viejo
le había enseñado
a recoger todo
aquello.
-Recógelos y llévalos a
casa -le había dicho-.
Se los darás a los niños, que se alegrarán. . . ¡Es
gran dicha poder alegrar a los
hombres, hijo mío!
¡Todos anhelan la alegría, y hay
muy poca alegría en la vida! ¡Tan
poca hay, que
existen gentes que jamás
pudieron encontrarla! . . .
El gran cobertizo donde
descargaban la basura los carros
del municipio, gustaba mucho más a Iliá
que todos los
viajes que hacía de
uno a otro
patio.
Allí no había nadie, exceptuando
dos o tres viejos traperos como Eremei. Se podía rebuscar
bien sin temor
a la llegada del portero armado
de una escoba
para insultarles, arrojarles, y hasta pegarles
a veces.
Todos los días, después de
buscar durante una
hora o dos
en aquella montaña
de desperdicios, Eremei
decía al niño:
-Basta ya,
Iliá, monín; sentémonos
un rato, descansemos y comamos
un bocado.
Sacaba entonces un trozo de
pan, lo partía haciendo la señal de
la cruz y
se lo comían.
Después permanecían tendidos
media hora junto al borde
de la torrentera que bajaba
hacia el río.
Ancho, plateado, con reflejos
azulados, corría el río silencioso, y a Iliá le daba deseos de marchar a
lo lejos. . . siguiendo sus aguas.
Detrás del río
se desplegaban grandes
praderas verdes en las cuales, como torres grises, se
levantaban enormes montones
de heno.
Y a lo lejos, en la extremidad
del mundo, se
unía al cielo azul
la pared oscura
y dentellada del
bosque.
Suave silencio reinaba en la
llanura. El aire debía ser allí
perfumado, puro y diáfano.
En cambio, junto a
las inmundicias, se
ahogaba uno respirando el olor penetrante que despedían,
y aquel olor
cosquilleaba la nariz,
se metía en
el pecho y
hacía lagrimear los
ojos de Iliá,
como los del
viejo.
-¿Ves, Iliá, lo grande que es la
tierra? -decía el trapero-. En todas
partes viven y luchan los hombres. Desde lo alto del cielo, el Señor les mira, y lo ve y lo
sabe todo. Puedes ocultar a
los hombres las
manchas de tus
pecados, pero no a
Él; Él te ve,
y dice para
sí contemplándote: "¡Ah, pecador!, ¡desgraciado
pecador!, ¡aguarda! ¡Te
recompensaré! . . . " Y llega
un día en
que te recompensa
duramente . . . Ordenó a los hombres que se amasen unos a
otros, y dispuso
que aquellos que no aman a nadie, de nadie sean amados. Viven solos y llevan
una existencia penosa
Y sin alegrías. . .
El niño, tendido en el suelo,
contemplaba el cielo infinito.
Sentíase triste y
soñoliento. Vagas imágenes
surgían en su mente.
Le parecía
que un ser
inmenso, al que
sus miradas no podían abarcar,
ser resplandeciente, cariñoso y
bueno, nadaba en los cielos, y
que él, Iliá, junto con el viejo y toda la
tierra, se elevaba hacia el
gigante por las alturas infinitas, entre la claridad azul,
la pureza y
la luz.
El corazón
del niño desbordaba
de alegría silenciosa y tranquila, ante
aquellas visiones.
Al volver a casa, Iliá entraba en
el patio con
la expresión seria de
un hombre que ha trabajado
y que no
tiene tiempo para
cuidarse de las
tonterías que encantan
a los muchachos y
las niñas.
Los chicos
del patio le
respetaban por su
aspecto vigoroso y por aquel saco
que guardaba tantas maravillas.
Eremei sonreía a los niños
y bromeaba:
-Ya han
llegado los mendigos.
Han corrido toda
la ciudad y han hecho mil
diabluras. Iliá, ve a lavarte, y corre a tomar
el té.
Iliá se iba entonces al sótano; y
los niños le seguían alegremente,
palpando con prudencia
el contenido del
saco.
Entonces Pashka
le cerraba insolentemente el paso:
-¡Oye, tú,
trapero!, ¿qué es lo que traes?
-Espera -contestaba
con expresión seria Iliá -, voy a cenar. Después te lo
enseñaré.
En la
taberna, el tío
Terenti le recibía
alegre.
-¡El buen obrero está ya de
vuelta! -decía-. ¿Estás muy cansado, hijo mío?
A
Iliá le gustaba
mucho que le
llamasen obrero: pero sólo su
tío le llamaba
así.
Un día Pashka
había hecho alguna
diablura, y Saviel le cogió,
y apretando su
cabeza entre las
rodillas, exclamaba:
-¡Toma!, ¡toma!
Otros muchachos a
tu edad saben
ganarse el sustento y tú no
sabes más que comer
y romper pantalones.
Los gritos
de Pashka resonaban
en el patio
y trataba de escapar,
mientras los azotes
paternales caían sobre
su espalda.
Iliá escuchaba los alaridos de su
enemigo con extraño
placer.
Las palabras del herrero le hicieron comprender la superioridad que
tenía sobre Pashka
y sintió piedad
de él.
-¡Déjale, tío
Saviel! -exclamó de
repente.
El herrero
dió un último
latigazo a su
hijo, y mirando a Iliá dijo con ira:
-¡A ver si hay para también,
señor defensor! Luego rechazó a
su hijo y entró en la
fragua.
Pashka se levantó y se arrastró a
un rincón del patio. Iliá,
lleno de compasión, le siguió.
Pashka se apoyó en la pared y
empezó a llorar a lágrima viva.
Iliá quiso consolar a su enemigo,
y no encontró
más que estas palabras:
-¿Te ha
hecho daño?
-¡Vete! -gritó
Pashka.
Aquello indignó
a Iliá, que dijo
en tono sentencioso:
-¡Ya ves!, te pasas
la vida pegando
a los demás,
y ahora te
ha tocado el
turno . . .
No tuvo tiempo de
acabar. Pashka se
precipitó sobre él y le empujó violentamente.
Iliá, colérico, le pegó. Rodaron ambos
por el suelo.
Pashka mordía y arañaba
, pero
Iliá, habiéndole cogido por los cabellos, le
golpeaba la cabeza
contra el suelo.
Por fin Pashka suplico:
-¡Suéltame!
-¡Bueno! -contestó Iliá, levantándose
m uy orgulloso de su victoria-.
Ya ves que soy más fuerte que tú. Si me
molestas, te pegaré otra vez.
Y
le dejó, limpiándose
con la manga
los arañazos del rostro.
En el
centro del patio estaba
el herrero.
Iliá le vió, y temblando de
miedo, se detuvo, pensando que el herrero
le pegaría.
Éste únicamente
le dijo, encogiéndose
de hombros:
-¿Por qué me
miras así? ¿No me
has visto jamás? ¡Anda, vete!
Por la
noche, habiendo atrapado a Iliá detrás de la puerta cochera, Saviel le dió un
golpecito en la mejilla y dijo sonriendo:
-¿Cómo van
los negocios, trapero?
Iliá soltó una alegre carcajada.
Sentíase dichoso. El herrero, el hombre más robusto del patio, siempre gruñón,
a quien todos temían
y respetaban, bromeaba
con él.
El herrero
aumentó más la
alegría del niño, apoyándole su mano
de hierro en
el hombro y
diciéndole:
-¡Eres muy robusto, muchacho!
¡Durarás mucho! Crece, y cuando
seas hombre, te tomaré en la fragua.
Iliá cogió
cerca de las
rodillas las musculosas
piernas del herrero
y se estrechó
contra ellas.
Saviel sintió sin
duda el estremecimiento de
aquel corazoncito, que
se ahogaba, contento
de su cándida
caricia. Puso
su pesada mano
en la cabeza
de Iliá, y
dijo:
-¡Ah, pobre huérfano!... Vamos,
déjame. . .
Aquella noche Iliá se entregó
radian te de alegría, a su ocupación cotidiana,
que consistía en distribuir
a los
niños las curiosidades recogidas durante el día.
Los niños
le esperaban hacía rato.
Sentados en el suelo formaron
corro en torno de Iliá, y contemplaron con ojos codiciosos los
objetos que Iliá
sacaba del saco: un
soldado de madera,
retazos de tela, una caja
de betún, un frasco de
perfumes y una
taza de té,
todo desportillado y roto.
-¡Para mí,
para mí! -gritaban
los niños alargando
sus manecitas sucias.
-¡Aguardad!, no
hay que tocar
-ordenaba Iliá-. Si
lo cogéis todo en seguida, no podremos jugar. Vamos, abro la tienda.
¡Vendo tela excelente! ¿Que cuánto vale?
¡Un rublo! ¡Cómprala, Mashka!
-¡La compro! -contestó Jacov por
la hija del
zapatero. Y sacando del
bolsillo un cristal
que ya tenía
preparado, lo dio a Iliá como si fuera una moneda.
Pero Iliá no quiso recibirlo.
-¡No, no se hace así!, ¡hay que
regatear! ¡No regateas nunca! ¡No se hace así!
-¡Lo olvidaba! –dijo Jacov, y
regatearon.
Vendedor y compradores,
entretenidos por el juego,
pasaban así el tiempo, cuando Pashka, aprovechando el descuido general,
se apoderó de los objetos que le gustaban, y huyó gritando:
-¡Lo he
robado!, ¡lo he
robado! ¡Tontos!, ¡imbéciles!
Al principio, aquellas hazañas
irritaron a todos. Los pequeños protestaban; Jacov e
Iliá corrían para pillar a Pashka, pero
éste se les escapaba siempre.
Poco a poco se acostumbraron a
sus tretas. Le conocían bien. No le querían, y no
jugaban con él.
Pashka vivía solo,
cuidando siempre de
molestar y enojar
a los demás.
Jacov, cual nodriza, cuidaba de
la hija del zapatero. Ésta aceptaba tales cuidados como si le fueran
debidos, y por
más que llamaba a Jacov
"Jashechka" (1) , le pegaba
y arañaba a menudo.
La amistad de Jacov por Iliá era
cada vez más íntima.
Aquél le contaba sus
extraños sueños.
-He visto en sueños mucho dinero,
un saco lleno de rublos; era mío, y lo
arrastraba hacia el bosque. De repente ladrones terribles y armados
de cuchillos llegan,
me amenazan y yo
huyo. De pronto
siento que algo
se mueve dentro del
saco, lo tiro, y veo que se escapan de él cientos de pájaros: canarios,
abejarucos, jilgueros. Me
cogen, me levantan
y me suben a
lo alto, muy
alto. . .
Interrumpía su narración,
abríanse sus ojos desmesuradamente
y tomaba su
aspecto de carnero.
-¿Y qué más? –preguntaba Iliá,
que deseaba saber el final.
-¡Nada más. . . que volé!
-terminaba Jacov, con
expresión pensativa.
-¿A dónde?
-No sé. . .
a lo lejos.
-¡Tonto! -decía
Iliá en tono
despreciativo-, nunca te acuerdas de nada.
Por regla
general, mientras hablaban
así, aparecía Eremei, que preguntaba:
-¿Dónde estás,
Iliá? Ya es
hora de acostarse.
El niño
seguía dócilmente al
trapero y se
acostaba en un gran saco repleto de heno.
Dormía muy
bien allí.
Pronto, sin
embargo, aquella existencia
agradable y tranquila acabó.
_____________
(1) Diminutivo cariñoso de Jacov. (N. de la t.)