MAXIMO GORKI
LOS TRES
(Traducción directa del ruso
por Nina Maganov)
Capítulo II
Iliá recordó
siempre su llegada
a la ciudad.
Despertóse temprano y vió ante él
un gran
río de turbia corriente, y
al otro lado,
en una colina,
un conjunto de casas con tejados
rojos y verdes,
y entre aquellas
casas, espesos árboles.
Las casas subían por la colina, y en la
cumbre se alineaban en hileras
regulares para mirar
más allá del
río.
Emergían de la masa de los tejados
las cruces de oro y las cúpulas de las
iglesias elevándose hacia
el cielo.
Despuntaba el alba. Los
rayos oblicuos del
sol reflejábanse en los cristales,
y toda la
ciudad parecía de oro
y de colores.
-¡Qué bonita! -exclamó el niño, encantado
por aquel espectáculo, y abrió cuanto pudo los ojos y permaneció mudo de
admiración.
Después pensó con inquietud en lo
que le ocurriría a
él, tan pequeñito, con su pelo
negro enmarañado, sus pantalones astrosos,
acompañado del jorobado
de su tío.
¿Les dejarían entrar en
aquella ciudad tan
grande y limpia, tan reluciente
y dorada?
Le parecía que la carreta se
había detenido junto al río, porque
no se permitía entrar
en la ciudad
a los desharrapados.
Sin duda, su tío había
ido a implorar
permiso.
El muchacho,
asustado, buscó a su tío.
Muchas carretas
seguían y precedían
a la suya.
En unas había grandes cántaros
llenos de leche; en otras, cestas con volatería, cohombros,
cebollas, fresas y
patatas.
Las guiaban
campesinos, y algunas
mujeres estaban sentadas o en pie al lado de los
conductores.
Todo aquello le pareció
muy singular a
Iliá. Aquella gente hablaba alto
y llevaba trajes lujosos. Casi todos calzaban botas altas, y aun
cuando un hombre que llevaba
sable se paseaba, entre ellos, no sólo
no parecían temerle, sino que ni
siquiera le saludaban. Esto gustó mucho a Iliá.
Tendido en el carro, miraba
en torno y pensaba que algún
día llevaría también
botas y trajes lujosos.
De pronto
vió entre los
aldeanos a su tío
Terenti.
Llevaba erguida
la cabeza, arrastra los
pies por la arena; retratábase en su rostro la alegría
y sonreía a Iliá, tendiéndole
la mano y
enseñándole algo.
-¡Dios nos protege, lliá! -dijo
al llegar-. No temas, he encontrado en seguida
a tío Petruja.
Toma, cómete esto entre tanto.
Y dió un bollo a
Iliá. El niño lo tomó casi religiosamente, lo
ocultó en el
pecho y preguntó
con afán:
-¿Nos dejarán
entrar en la
ciudad?
-En seguida; en
cuanto llegue la barca.
-¿A nosotros,
también?
-¡Ya lo
creo! No podríamos
vivir aquí.
-¡Ah! Yo pensaba que no nos dejarían
entrar. ¿Y dónde iremos a vivir?
-No lo
sé aún. . . Dios dirá.
-¿Y si
fuéramos a ese
gran edificio colorado?
-¡Tonto! Es
un cuartel. Allí
sólo hay soldados.
-Bueno, entonces,
vamos a ése o a aquél. . .
-No: está demasiado
lejos para nosotros.
-No importa,
ya llegaremos -contestó
Iliá con firmeza.
-Dios te oiga -suspiró
el tío Terenti.
Se instalaron en un arrabal de
la ciudad, junto
al mercado, en un gran
edificio gris. Por
todo lados había construcciones pegadas
a la casa,
unas recientes y
otras viejas y grises
como ella.
Ventanas y puertas estaban desvencijadas
y todo gruñía y crujía
en aquella casa.
Las construcciones, el
muro de cerca, la puerta cochera se amontonaban unos contra
otros, y formaban una enorme masa
de madera medio podrida
y cubierta de musgo verdoso. Los
cristales estaban opacos de
vejez, el alero de la fachada
sobresalía mucho, y la
casa entera se parecía
a su propietario, que
era el posadero.
También él era viejo y gris. Sus
ojos se parecían a los cristales. Andaba
apoyándose en un
grueso bastón. Sin duda le pesaba
su enorme barriga, y
diríase que también crujía y
gruñía.
Al tío
Terenti se le
alojó en la
bodega, sobre un
banco, junto a la ventana que daba al patio, en
un punto donde había
un gran montón
de basura, dos
matas de saúco
y un viejo tilo.
Al tercer
día, el propietario de la casa,
gruñendo de modo especial,
enseñaba con la punta de su bastón a Iliá,
que trataba de
ocultarse detrás de
un montón de basura.
-¿De quién
es este niño?
¿De dónde sale?
Iliá no contestó.
-¡Eh! ¿De quién es este chico? No quiero que esté aquí. Vete. ¡Ya verás, ratoncillo! ¿Eres el
hijo de la viuda? ¡Ah, pillastre!, ¡maldito jorobado! ¿Por qué no me dijo que
tenía un sobrino? Petruja, ¿qué miras?
El jorobado tiene un sobrino: ¿qué significa esto?
Petruja, el
tabernero, con la
cara colorada, miró
hacia el patio y gritó:
-Es por
unos días tan
sólo, Vasili Dorimedovich. Iliá
es huérfano. Entró
sin que yo
lo supiera; si
usted quiere, haré que se
vaya.
Cuando Iliá oyó
que le iban a arrojar,
rompió en llanto, y pasando
como una
saeta ante el
propietario, se precipitó por
la ventana de
la bodega.
Allí se
ocultó bajo la
banqueta, y después
de envolverse la cabeza
con la capa de su tío,
lloró desconsoladamente.
Su tío le
tranquilizó:
-¡No tengas miedo! ¡No hace más
que chillar! ¡Es que chochea! El que manda
aquí no es él,
sino Petruja. . . Éste lo dirige todo. . . Sé amable y
respetuoso con él, pues puede más que
el propietario.
Durante los primeros
días de su
estancia en la
posada, Iliá lo inspeccionó todo. La casa le asombró por sus
dimensiones. Era tan grande y contenía tanta
gente, que el
chico creyó que
ni en la aldea había
tantas personas.
Se oía en ella ruido sordo como
en las ferias. La hostería, siempre
repleta, ocupaba dos
pisos.
En los
sotabancos vivían unas
mujeres siempre borrachas, una de
ellas, Matiza, gorda
y negra, infundía
miedo al niño con sus miradas sombrías. En el sótano vivían el zapatero Perfishka con
su mujer
enferma, avejentada, lisiada, y su
hija de siete años; el trapero Eremei; una
pordiosera, vieja, flaca
y tan alborotadora
que la llamaban "la
corneta", y por fin, el cochero Makar
Stepanich, hombre ya maduro,
callado y pacífico.
En un
rincón del sótano
había una fragua.
Allí, durante todo el
día, ardía el
fuego, se enrojecían
railes, se herraba
a los caballos, golpeaban
los martillos, y
el herrero Saviel
cantaba canciones
interminables con su
voz bronca y
lúgubre. A veces
aparecía también la
mujer de Saviel.
Pequeñita, regordeta, con ojos azules y el pelo rojo, llevaba siempre un pañuelo blanco en la
cabeza. Causaba un efecto extraño ver aquella cabeza blanca en el agujero sucio
de la fragua. Reía continuamente a carcajadas, y Saviel
la acompañaba con su
voz de bajo.
Pero, a
menudo, respondía a la risa
de su mujer
con gruñidos de cólera. Se decía que la amaba mucho, y que ella levaba
mala conducta.
En aquella
inmensa construcción, cada
agujero encerraba una criatura humana. Toda
aquella gente se movía
y gritaba sin tregua,
y todos se
agitaban y bullían
como el agua
en un viejo
puchero comido por
la herrumbre.
Por la
noche, todos salían
de sus agujeros,
invadían el patio se sentaban
en los bancos, junto
a la puerta cochera.
El zapatero tocaba el
acordeón; Saviel mugía sus canciones, y Matiza, cuando había bebido,
entonaba unas canciones tristes que nadie
entendía y que
la hacían llorar.
En un rincón,
formando corro alrededor del
viejo trapero, se reunían
los niños y
le pedían que
les contara un cuento.
-¡Un cuento,
abuelito, un cuento!
El anciano
les miraba con sus
ojos enrojecidos y lacrimosos, y después de haberse calado su
viejo gorro rojo, empezaba así con voz
temblorosa:
-En un reino, en un imperio lejano, nació un hereje de padres desconocidos, a quienes Dios quería
castigar dándoles tal hijo. . .
La larga barba gris
de Eremei temblaba
cuando se abría la boca negra y
desdentada; temblábale la cabeza, por las arrugas de las mejillas deslizábansele las lágrimas . . .
Continuaba:
-Y este hijo era muy
insolente; no creía en Dios ni amaba
a la Virgen, y pasando por delante de los templos no saludaba, ni
obedecía a sus padres. . .
Los niños escuchaban su voz
temblorosa y miraban con atención el
rostro del narrador.
El que oía con
más atención era
Jacov, hijo de
Petruja, un muchachito
esmirriado, con la nariz puntiaguda,
y una
gran cabeza sostenida por un cuello delgado. Cuando corría
se le movía la cabeza como si quisiera desprenderse del tronco. Tenía
los ojos grandes e inquietos, y sus miradas
se deslizaban con ansiedad sobre
todos los objetos, como si tuviera miedo de
detenerse. Cuando se fijaba en un
objeto, los ojos se le ponían redondos
y daban a
su rostro el
aspecto de un carnero.
Se distinguía
de los demás
chicos por su
rostro anémico y
su traje limpio.
Muy pronto Iliá se hizo
amigo suyo, y
Jacov ya el
primer día le preguntó
con expresión misteriosa:
-¿Hay brujos
en tu aldea?
-Sí, y
también brujas. El
ladrillero era brujo.
-¿Tenía el
pelo rojo?. . . -preguntó
Jacov en voz
baja.
.-No, gris;
todos tienen el
pelo gris. . .
-Menos mal
si son grises;
ésos no son
malos. . . Los rojos. ..
¡oh!, éstos sí que
son malos; son los
que beben la sangre . . .
Habitualmente se refugiaban en el
rincón del patio donde estaban el tilo, los saúcos y el montón de basura. Allí
reinaba gran calma; sólo se veía el cielo y una pared con tres ventanas, dos
de las cuales
estaban tapiadas.
Gustábales aquel rincón. En las
ramas del tilo, piaban los gorriones, y los dos niños, sentados en el
suelo, hablaban de lo
que les interesaba.
En la taberna había de continuo
un bullicio inmenso que ensordecía
y cegaba a Iliá.
Al principio aquel estruendo le
entontecía. De pie detrás de una mesa, donde Terenti, sudoroso, fregaba la vajilla, Iliá miraba a la gente que iba y venía,
comiendo, bebiendo,
cantando, riñendo, abrazándose.
Todos los parroquianos tenían un
aspecto repulsivo y llevaban trajes raídos y sucios. Les envolvía la humareda del tabaco, y entre ella se agitaban
y chillaban como endemoniados.
-¿Qué hace aquí? ¡Vete
al patio; el
patrón te va
a reñir! -decía Terenti,
agitando la joroba
y haciendo entrechocar los vasos.
Aturdido por aquel bullicio, Iliá
se iba al patio.
Allí, Saviel golpeaba de continuo
con sus martillos y reñía
al aprendiz.
La canción alegre del zapatero
subía desde el
sótano, en tanto que desde las
buhardillas llovían los
gritos y ternos de
las mujeres borrachas.
Pashka (1), el hijo de Saviel, montado sobre
un palo, corría por el patio
gritando:
-¡Adelante, diablo!
Su rostro, insolente y
batallador, estaba cubierto de hollín. Llevaba siempre cardenales en la frente
y las mejillas. Por los agujeros de su
camisa rasgada, mostrábase
el cuerpo robusto.
Era el
terror del patio. ·
Había pegado ya dos
veces a
Iliá, y cuando
éste se quejó a
su tío, Terenti
le contestó, encogiendo
los hombros:
-¿Qué quieres?
Aguántate, ya pasará eso. . .
-Es que
yo quiero pegarle también.
-No, no
lo intentes.
-¿Por qué?
¿Quién es él para
pegarme?
-Él es de
la casa, y tú
eres un extraño.
Al persistir
Iliá en la
idea de pegar
a Pashka, su
tío se encolerizó.
Comprendió Iliá entonces que
no podía
compararse con los muchachos de la ciudad, y ocultando su
odio en lo más íntimo del corazón, se
hizo aún más
amigo de Jacov.
Éste parecía
siempre serio; no
reñía con los otros y
gritaba pocas veces.
Jugaba poco, y le gustaba
sobre todo hablar
de los juegos a que se entregaban los niños de las familias ricas en el jardín
de la ciudad.
Además de Iliá, Jacov hablaba con
Mashka (2), la hijita
del zapatero, la cual
tenía siete años.
Tratábase de una
niña morena, delgaducha, que se pasaba el santo día en el
patio.
La madre de Mashka estaba siempre
sentada junto a la puerta del sótano. Tenía largo el talle, una trenza le
colgaba por la espalda,
y cosía de continuo inclinada sobre su trabajo.
Cuando levantaba
la cabeza para
mirar a su hija, Iliá la examinaba.
Su rostro tenía una expresión
cadavérica, que hacía resaltar más aun sus ojos negros y bondadosos. No hablaba
casi nunca y llamaba a su
hija por señas.
Pocas veces se oía
su voz ronca gritando:
-¡Mashka!
Al principio Iliá se sentía
atraído hacia aquella mujer;
pero, cuando supo que no tenía piernas y que moriría pronto, empezó a temerla.
Una vez,
al pasar junto
a ella, le
cogió por la camisa,
y atrayendo hacia sí al niño asustado, murmuró:
-¡Te ruego que no pegues a Mashka! ¡No la maltrates... Se
ahogaba, y apenas
pudo acabar la frase:
-¡No la
maltrates, monín!
Después de
haberle mirado con sus ojos
melancólicos, le soltó.
Desde entonces
Iliá y Jacov
fueron los defensores, de la hija del
zapatero, y procuraron
evitarle molestias.
Iliá hizo gran caso de tal recomendación, formulada por una persona
mayor.
Los demás, que estaban en el
patio, no rogaban, sino que mandaban.
A veces, pegaban
también.
El cochero
Makar, limpiando el
coche, pegaba a los niños con las bayetas sucias. Saviel se
encolerizaba con los que entraban en la fragua, y les tiraba los sacos
vacíos del carbón. El zapatero
les bombardeaba con
cuanto tenía a
mano, si se
detenían ante su
ventana, interceptando la luz.
A menudo pegaban también a los
niños por aburrimiento, por
pasatiempo, para reírse.
Únicamente el viejo
Eremei no pegaba nunca.
Iliá comprendió pronto que se
vivía mejor en el campo que en
la ciudad.
Allí se
podía pasear uno por
donde quisiera. Aquí,
su tío no le permitía salir del
patio. Allí se comían frutas
y legumbres; aquí
era preciso pagarlo
todo.
Además, en el campo estaba uno
más a sus anchas y más tranquilo; todos ejecutaban igual
trabajo. Aquí se insultaban, se
empujaban y hacía cada cual lo que le daba la gana, pero todos eran
pobres y vivían
amontonados y hambrientos.
Iliá pasaba los
días en el patio,
que empezaba a aburrirle, a causa de su gran fachada gris y
de sus ventanas sombrías. Un día, a la hora de la comida, Terenti le
dijo suspirando:
-Se acerca
el otoño, Iliá.
Van a apretarnos
las clavijas. ¡Ah! ¡Señor!. . .
Calló, sumiéndose en sus
reflexiones, y miró
tristemente el plato de
sopa.
El niño meditaba
también.
Comían en la
mesa que servía al jorobado para
fregar los platos.
En la taberna reinaba
bullicio ensordecedor. El jorobado
añadió:
-Petruja dice que debes ir a la
escuela con Jacov. Comprendo que aquí debe uno saber leer y escribir, pues, de
lo contrario, no se sirve
para nada. . . Pero no sé cómo componérmelas. . . Para ir a
la escuela, es menester vestirte, y maldito lo que me queda para trajes, con mi
sueldo de cinco rublos. ¡Ah! ¡Señor,
tú eres nuestra
única esperanza! . . . Los
suspiros y las quejas del tío
habían conmovido a Iliá, que
propuso cariñosamente:
-Vámonos, pues.
-¿A dónde quieres que
vayamos?
-Vayamos al
bosque -contestó Iliá.
Y
continuó con animación:
-Me has dicho muchas veces que el
abuelo vivió solo en el bosque, durante muchos años. Nosotros
somos dos. Recogeríamos cortezas, cazaríamos zorras y ardillas. .. Tú llevarías
escopeta, y yo armaría trampas y cazaría pájaros. . ., Además,
encontraríamos fresas, setas. . . ¡Vámonos!
Su tío
lo miró con
ternura y le
preguntó sonriendo:
-¿Y los lobos? ¿Y los osos?
-Pues, para ellos serviría la
escopeta -afirmó Iliá-. Yo, cuando sea mayor, no les temeré. Ahora mismo, ya no
temo a nadie. Aquí se vive mal. . . Aunque
sea un niño, lo comprendo. Aquí le pegan a uno más que en el campo. ¿Crees
que no se me alcanza? ¿Imaginas que soy de piedra? ... Cuando el herrero
me pega en la cara, me duele todo el día...
-¡Ah!, pobre huérfano. . .
-replicó Terenti, arrojando la cuchara.
Se levantó
y salió.
Por la noche, Iliá, cansado de
correr por el patio,
estaba sentado junto al tío, y
medio dormido oía
cómo Terenti hablaba con el viejo Eremei, que había entrado
en la taberna para
beber té.
El trapero tenía gran amistad con
el jorobado. Todas las noches tomaba
el té junto
a la mesa
de Terenti.
-¡Qué importa! -decía
Eremei-; no desesperes. ¡Confía en Dios!, ¡piensa en él! ¡Eres un
siervo de Dios!. . . Así lo dicen las
Escrituras. . . Todo lo que es tuyo es
de Dios . . . Todo depende de él, bien y
mal . . . Algún día lucirá la luz para ti, y él dirá a un ángel: "Ve, servidor
mío, ve a la
tierra, y endulza la vida
de Terenti, mi siervo
sumiso" . . . Y
entonces la dicha
lucirá para ti . . .
-¡Yo confío
en Dios, abuelo!
¡Espero que me auxiliará!
-¡Ya lo creo! ¡A nadie abandona jamás!
Dios nos envía a la tierra para probarnos. . . para que
cumplamos sus mandamientos . . . Desde
el cielo mira a los
suyos, para ver si cumplen su ley, y
cuando ve que la existencia
pesa mucho a Terenti, envía una
orden al
viejo Eremei: "¡Eremei, socorre
a mi siervo!"
Y de repente, con voz bronca como
la del tabernero cuando estaba
encolerizado, dijo a
Terenti:
-Te daré
dinero para vestir
a Iliá. . . Cinco
rublos.
Buscaré y encontraré y te los
prestaré. . . Me los devolverás cuando
seas rico.
-¡Abuelo! -exclamó
Terenti con alegría.
-¡Aguarda! ¡Calla! Durante unos
meses me prestarás al chico; aquí
tampoco hace nada. . . A cambio de ese dinero
que te digo, me ayudará.
¡Cogerá huesos, harapos!. . .
De puro viejo,
ya me cuesta
trabajo inclinarme.
-¡Ah! ¡Señor!
-exclamó Terenti con
voz vibran te.
-Compréndeme -continuó Eremei-.
Dios me da a mí, yo te doy a ti, tú das al
niño,
y él se
lo devuelve a
Dios. Es como una rueda. . .
Así, nadie debe
nada a nadie.
¡Oh, amigo mío! ¡Mira! ¡He
vivido, he vivido mucho,
y ahora, sólo veo a Dios!
¡Todo es suyo! ¡Todo es para
Él! ¡Todo viene de Él!
Oyendo aquella conversación,
Iliá se durmió.
Al día siguiente por la mañana,
Eremei le despertó y dijo alegremente:
-¡Vámonos a
pasear, Iliá! ¡Arriba!
¡Abre los ojos!
_____________
(1) Diminutivo de Pavel (N. de
la t.)
(2) Diminutivo de María
(N. de la t.)
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