viernes, 27 de enero de 2017

Los Tres - Máximo Gorki - Capítulo II

MAXIMO GORKI
LOS TRES
(Traducción directa del ruso por Nina Maganov)
Capítulo II
Iliá  recordó  siempre  su  llegada  a  la   ciudad.
Despertóse temprano y vió ante él un  gran  río  de  turbia corriente,  y  al  otro   lado,   en   una   colina,  un conjunto de casas  con   tejados  rojos   y   verdes,  y  entre  aquellas  casas, espesos  árboles.
Las casas subían por la  colina, y  en  la  cumbre  se alineaban en  hileras  regulares  para  mirar  más  allá  del  río.
Emergían de la masa de los tejados las cruces de oro y las cúpulas  de  las  iglesias  elevándose  hacia  el  cielo.
Despuntaba el alba. Los rayos  oblicuos  del  sol  reflejábanse  en  los  cristales,  y  toda  la  ciudad  parecía  de oro  y  de colores.
-¡Qué bonita! -exclamó el niño, encantado por aquel espectáculo, y abrió cuanto pudo los ojos y permaneció mudo de admiración.
Después pensó con inquietud en lo que le  ocurriría  a  él,  tan pequeñito, con su pelo negro enmarañado, sus pantalones astrosos,  acompañado  del  jorobado  de su tío.
¿Les dejarían entrar en aquella  ciudad  tan  grande  y limpia, tan  reluciente  y  dorada?
Le parecía que la carreta se había detenido junto al  río,  porque  no  se permitía  entrar  en  la  ciudad  a los desharrapados.
Sin duda, su tío  había  ido  a  implorar  permiso.
El  muchacho,  asustado,  buscó  a  su   tío.
Muchas  carretas  seguían  y  precedían  a la suya.
En unas había grandes cántaros llenos de leche;  en  otras, cestas con volatería, cohombros, cebollas,  fresas  y  patatas.
Las  guiaban  campesinos,  y  algunas  mujeres  estaban  sentadas o en pie  al  lado  de los  conductores.
Todo aquello le  pareció  muy  singular  a  Iliá.  Aquella gente hablaba alto y llevaba trajes lujosos. Casi todos calzaban botas  altas, y aun  cuando un  hombre que llevaba sable  se paseaba, entre ellos, no sólo no parecían temerle, sino que  ni siquiera  le  saludaban. Esto gustó mucho a Iliá.
Tendido en el carro, miraba en  torno y pensaba  que algún  día   llevaría   también   botas  y  trajes lujosos.
De  pronto  vió  entre  los  aldeanos  a su  tío  Terenti.
Llevaba  erguida  la  cabeza, arrastra  los  pies  por  la arena; retratábase en su rostro la alegría y sonreía  a Iliá,  tendiéndole  la  mano  y  enseñándole algo.
-¡Dios nos protege, lliá! -dijo al llegar-. No temas, he encontrado en seguida  a  tío  Petruja.  Toma,  cómete  esto entre tanto.
Y dió un  bollo a  Iliá.  El niño  lo  tomó  casi religiosamente,  lo  ocultó  en  el  pecho  y  preguntó  con afán:
-¿Nos  dejarán  entrar  en  la  ciudad?
-En seguida;  en  cuanto llegue la  barca.
-¿A  nosotros,  también?
-¡Ya  lo  creo!    No   podríamos   vivir aquí.
-¡Ah! Yo pensaba que no nos dejarían entrar. ¿Y dónde iremos a vivir?
-No  lo  sé  aún. . .     Dios dirá.
-¿Y  si  fuéramos  a  ese  gran  edificio colorado?
-¡Tonto!    Es  un  cuartel.    Allí  sólo hay  soldados.
-Bueno,  entonces,  vamos a  ése  o  a  aquél. . .
-No: está   demasiado  lejos  para   nosotros.
-No  importa,  ya  llegaremos   -contestó  Iliá  con    firmeza.
-Dios  te  oiga  -suspiró  el  tío  Terenti.
Se instalaron en un  arrabal de  la  ciudad,  junto  al  mercado, en un  gran  edificio  gris.  Por  todo lados  había  construcciones  pegadas  a  la  casa,  unas  recientes  y  otras  viejas  y grises  como  ella.
Ventanas y puertas estaban desvencijadas y todo gruñía  y  crujía  en  aquella  casa.   Las  construcciones,  el  muro  de  cerca, la puerta cochera se amontonaban  unos contra  otros,  y  formaban una enorme  masa  de madera  medio  podrida  y  cubierta de musgo verdoso. Los cristales estaban  opacos  de  vejez,  el alero de la fachada sobresalía mucho,  y  la  casa  entera  se parecía   a  su   propietario,   que   era  el posadero.
También él era viejo y gris. Sus ojos se parecían a los  cristales.   Andaba   apoyándose   en  un  grueso bastón.  Sin duda le pesaba su enorme  barriga,  y  diríase  que  también crujía   y  gruñía.
Al   tío  Terenti  se  le  alojó  en  la  bodega,  sobre  un  banco, junto a la ventana que daba al patio,  en  un  punto  donde había  un  gran  montón  de  basura,  dos  matas  de  saúco  y   un  viejo tilo.
Al  tercer  día,  el propietario  de  la  casa,  gruñendo  de modo especial, enseñaba con la punta de su bastón  a  Iliá,  que  trataba   de  ocultarse  detrás  de  un  montón   de  basura.
-¿De  quién  es  este  niño?    ¿De  dónde   sale?
Iliá no contestó.
-¡Eh!   ¿De quién es este chico?   No quiero que esté  aquí. Vete. ¡Ya verás, ratoncillo! ¿Eres el hijo de la viuda? ¡Ah, pillastre!, ¡maldito jorobado! ¿Por qué no me dijo que tenía  un sobrino? Petruja, ¿qué miras? El jorobado  tiene  un sobrino: ¿qué significa  esto?
Petruja,  el  tabernero,   con  la  cara  colorada,  miró  hacia  el patio  y gritó:
-Es  por  unos  días  tan  sólo,  Vasili  Dorimedovich.    Iliá  es huérfano.    Entró  sin  que  yo  lo  supiera;  si  usted  quiere, haré que  se  vaya.
Cuando  Iliá oyó  que  le  iban  a  arrojar,  rompió  en llanto, y pasando como  una  saeta  ante  el  propietario,  se  precipitó por  la  ventana  de  la  bodega.
Allí  se  ocultó  bajo  la  banqueta,  y  después  de   envolverse la  cabeza  con  la capa  de su tío,  lloró  desconsoladamente.
Su  tío  le tranquilizó:
-¡No tengas miedo! ¡No hace más que chillar! ¡Es que chochea!   El  que manda  aquí no  es  él,  sino  Petruja. . .    Éste lo dirige todo. . . Sé amable y respetuoso con  él,  pues puede más   que  el   propietario.
Durante  los primeros  días  de  su  estancia  en  la  posada, Iliá lo inspeccionó todo. La casa le asombró por sus dimensiones.  Era tan grande  y  contenía  tanta  gente,  que  el  chico  creyó  que  ni  en  la  aldea  había   tantas  personas.
Se oía en ella ruido sordo como en las ferias. La hostería, siempre  repleta,  ocupaba  dos  pisos.
En  los  sotabancos  vivían  unas  mujeres  siempre borrachas, una de ellas,  Matiza,  gorda  y  negra,  infundía  miedo  al niño con  sus   miradas  sombrías.  En el sótano vivían el zapatero Perfishka con su  mujer  enferma,  avejentada,  lisiada,  y  su hija  de siete años;  el trapero Eremei;   una  pordiosera,   vieja,  flaca  y  tan   alborotadora  que  la llamaban "la corneta", y por fin, el cochero Makar  Stepanich, hombre  ya  maduro,  callado  y  pacífico.
En  un  rincón  del  sótano  había   una  fragua.   Allí,   durante todo  el  día,  ardía  el  fuego,  se  enrojecían  railes,  se  herraba  a  los caballos, golpeaban los  martillos,  y  el  herrero  Saviel  cantaba canciones   interminables   con  su   voz  bronca  y  lúgubre.  A  veces   aparecía  también  la  mujer  de  Saviel.
Pequeñita, regordeta,  con ojos azules y el pelo rojo,  llevaba siempre un pañuelo blanco en la cabeza. Causaba un efecto extraño ver aquella cabeza blanca en el agujero sucio de la fragua. Reía continuamente a carcajadas,  y  Saviel la acompañaba  con  su  voz  de  bajo.
Pero,  a  menudo,  respondía   a  la  risa  de  su  mujer  con  gruñidos de cólera.  Se decía que la amaba mucho, y que ella levaba mala conducta.
En  aquella  inmensa   construcción,   cada   agujero   encerraba  una criatura humana.   Toda  aquella  gente  se movía  y gritaba  sin  tregua,  y  todos  se  agitaban  y  bullían   como   el  agua   en  un  viejo   puchero   comido   por   la herrumbre.
Por  la  noche,  todos  salían  de  sus  agujeros,  invadían  el patio se  sentaban  en  los bancos,  junto  a  la  puerta cochera.
El zapatero tocaba el acordeón;  Saviel mugía sus  canciones, y Matiza, cuando había bebido, entonaba unas canciones tristes  que  nadie  entendía  y  que  la  hacían  llorar.
En un  rincón,  formando corro  alrededor  del  viejo  trapero,  se reunían  los  niños  y  le  pedían  que  les  contara  un cuento.
-¡Un   cuento,  abuelito,  un  cuento!
El  anciano  les miraba  con  sus  ojos  enrojecidos  y lacrimosos, y después de haberse calado su viejo gorro rojo, empezaba así  con  voz  temblorosa:
-En un reino,  en un imperio lejano, nació un hereje  de padres desconocidos, a quienes Dios quería castigar dándoles  tal  hijo. . .
La larga barba  gris  de  Eremei  temblaba  cuando  se abría la boca negra y desdentada; temblábale la cabeza, por las arrugas de las  mejillas deslizábansele  las lágrimas . . .
Continuaba:
-Y este hijo era muy insolente;  no creía en Dios  ni amaba  a la Virgen, y pasando por delante de los templos no saludaba, ni obedecía a sus padres. . .
Los niños escuchaban su voz temblorosa y miraban  con atención   el   rostro   del  narrador.
El que oía  con  más  atención  era  Jacov,  hijo  de  Petruja,  un muchachito esmirriado, con la nariz  puntiaguda, y  una  gran cabeza sostenida  por  un cuello delgado.  Cuando corría  se le movía la cabeza como si quisiera desprenderse del tronco. Tenía los ojos grandes e inquietos, y sus miradas  se  deslizaban con ansiedad sobre todos los objetos, como si tuviera miedo de  detenerse. Cuando se  fijaba en un objeto,  los ojos se le ponían  redondos  y  daban  a  su  rostro  el  aspecto de  un  carnero.
Se  distinguía  de  los  demás   chicos  por  su  rostro   anémico   y  su   traje  limpio.
Muy pronto Iliá se  hizo  amigo  suyo,  y  Jacov  ya  el  primer día   le  preguntó   con  expresión   misteriosa:
-¿Hay  brujos  en  tu   aldea?
-Sí,  y  también  brujas.    El  ladrillero  era  brujo.
-¿Tenía  el  pelo  rojo?. . .  -preguntó   Jacov  en   voz  baja.
.-No,  gris;  todos  tienen  el  pelo  gris. . .
-Menos  mal   si  son   grises;   ésos  no   son   malos. . .   Los  rojos. ..  ¡oh!,  éstos sí  que  son  malos; son  los  que  beben la  sangre . . .
Habitualmente se refugiaban en el rincón del patio donde estaban el tilo, los saúcos y el montón de basura. Allí reinaba gran calma; sólo se veía el cielo y una pared con tres ventanas,  dos  de  las  cuales  estaban tapiadas.
Gustábales aquel rincón. En las ramas del tilo, piaban los gorriones, y los dos niños, sentados en  el  suelo,  hablaban  de lo  que les interesaba.
En la taberna había de continuo un bullicio inmenso que ensordecía  y  cegaba  a  Iliá.
Al principio aquel estruendo le entontecía. De pie detrás de una mesa, donde Terenti, sudoroso, fregaba la  vajilla, Iliá miraba a la gente que iba  y venía,  comiendo,  bebiendo, cantando,  riñendo,  abrazándose.
Todos los parroquianos tenían un aspecto repulsivo y llevaban trajes raídos y sucios. Les envolvía la  humareda del tabaco, y entre ella se agitaban y chillaban como endemoniados.
-¿Qué hace aquí?  ¡Vete  al  patio;  el  patrón  te  va  a  reñir! -decía  Terenti,  agitando  la  joroba   y  haciendo   entrechocar los  vasos.
Aturdido por  aquel bullicio,  Iliá  se iba  al   patio.
Allí, Saviel golpeaba de continuo con  sus martillos  y reñía  al  aprendiz.
La canción alegre del zapatero subía  desde  el  sótano,  en tanto que desde  las  buhardillas  llovían  los  gritos  y  ternos de  las mujeres  borrachas.
Pashka (1), el hijo de Saviel, montado  sobre  un  palo, corría  por  el  patio  gritando:
-¡Adelante,  diablo!
Su rostro, insolente y batallador, estaba cubierto de hollín. Llevaba siempre cardenales en la frente y las mejillas. Por los agujeros  de  su  camisa  rasgada,  mostrábase  el  cuerpo robusto.
Era  el  terror  del patio.         ·
Había pegado  ya  dos veces  a  Iliá,  y  cuando  éste  se  quejó a  su  tío,  Terenti  le  contestó,  encogiendo  los  hombros:
-¿Qué  quieres?   Aguántate, ya pasará  eso. . .
-Es  que  yo  quiero  pegarle también.
-No,  no  lo  intentes.
-¿Por  qué?   ¿Quién  es  él  para pegarme?
-Él es  de  la  casa, y  tú  eres  un  extraño.
Al  persistir  Iliá  en  la  idea  de  pegar  a  Pashka,  su   tío  se encolerizó.
Comprendió Iliá entonces que no  podía  compararse  con  los muchachos de la ciudad, y ocultando su odio en lo más íntimo del corazón,  se hizo  aún  más  amigo de Jacov.
Éste  parecía  siempre  serio;  no  reñía   con  los otros y  gritaba  pocas veces.
Jugaba poco, y le gustaba sobre  todo  hablar  de los juegos a que se entregaban los niños de las  familias ricas  en el jardín  de  la  ciudad.
Además de Iliá, Jacov hablaba con Mashka (2), la hijita del  zapatero,  la cual  tenía  siete años.
Tratábase  de una  niña  morena,  delgaducha, que se pasaba el santo día  en el  patio.
La madre de Mashka estaba siempre sentada junto a la puerta del sótano. Tenía largo el talle, una trenza le colgaba por  la  espalda,  y cosía  de continuo  inclinada sobre su trabajo.
Cuando  levantaba  la  cabeza  para   mirar  a su  hija, Iliá la examinaba.
Su rostro tenía una expresión cadavérica, que hacía resaltar más aun sus ojos negros y bondadosos. No hablaba casi nunca y llamaba  a  su  hija  por  señas.  Pocas  veces  se oía  su voz  ronca  gritando:
-¡Mashka!
Al principio Iliá se sentía atraído  hacia aquella  mujer;  pero, cuando supo que no tenía piernas y que moriría pronto, empezó  a temerla.
Una  vez,  al  pasar  junto  a  ella,  le  cogió  por  la  camisa, y atrayendo hacia sí al niño asustado, murmuró:
-¡Te ruego que no pegues a Mashka!  ¡No la maltrates...  Se  ahogaba,  y  apenas  pudo  acabar  la frase:
-¡No  la  maltrates,  monín!
Después  de  haberle mirado   con   sus  ojos  melancólicos, le soltó.
Desde   entonces   Iliá  y  Jacov  fueron  los  defensores, de la hija  del  zapatero,  y  procuraron   evitarle molestias.
Iliá hizo gran caso de tal  recomendación, formulada por una  persona  mayor.
Los demás, que estaban en el patio, no rogaban, sino que mandaban.    A  veces,  pegaban    también.
El  cochero  Makar,  limpiando  el  coche, pegaba  a  los niños con las bayetas sucias. Saviel se encolerizaba con los que entraban en la fragua, y les tiraba los sacos vacíos  del carbón.  El zapatero  les  bombardeaba  con  cuanto  tenía  a  mano,  si  se   detenían   ante  su  ventana,  interceptando   la luz.
A menudo pegaban también a los niños por aburrimiento, por  pasatiempo,  para  reírse.
Únicamente  el viejo  Eremei no  pegaba nunca.
Iliá comprendió pronto que se vivía  mejor  en el campo que  en  la  ciudad.
Allí  se  podía  pasear uno  por  donde  quisiera.  Aquí,  su  tío no le permitía salir del patio. Allí se  comían  frutas  y  legumbres;   aquí   era  preciso    pagarlo   todo.
Además, en el campo estaba uno más a sus anchas y más tranquilo; todos ejecutaban  igual  trabajo.  Aquí se insultaban, se empujaban y hacía cada cual lo que le daba la gana, pero todos  eran  pobres  y  vivían  amontonados  y hambrientos.
Iliá pasaba  los  días  en  el patio,  que empezaba a aburrirle, a causa de su gran fachada  gris y  de  sus ventanas sombrías. Un  día, a la hora  de  la  comida, Terenti  le  dijo suspirando:
-Se  acerca   el  otoño,  Iliá.    Van   a   apretarnos  las  clavijas. ¡Ah! ¡Señor!. . .
Calló, sumiéndose en  sus  reflexiones,   y   miró  tristemente el  plato  de  sopa.
El niño  meditaba  también.
Comían en  la  mesa que servía al  jorobado   para   fregar  los  platos.
En la taberna reinaba bullicio  ensordecedor. El  jorobado  añadió:
-Petruja dice que debes ir a la escuela con Jacov. Comprendo que aquí debe uno saber leer y escribir, pues, de lo contrario,  no  se sirve  para  nada. . .  Pero no sé cómo componérmelas. . . Para ir a la escuela, es menester vestirte, y maldito lo que me queda para trajes, con mi sueldo de cinco rublos.     ¡Ah!    ¡Señor,  tú  eres  nuestra  única  esperanza! . . . Los suspiros y las quejas  del  tío  habían  conmovido  a Iliá, que  propuso cariñosamente:
-Vámonos,  pues.
-¿A dónde quieres  que  vayamos?
-Vayamos   al  bosque  -contestó  Iliá.
Y  continuó con animación:
-Me has dicho muchas veces  que el  abuelo vivió  solo  en el bosque, durante muchos años. Nosotros somos dos. Recogeríamos cortezas, cazaríamos zorras y ardillas. .. Tú llevarías escopeta, y yo armaría trampas y cazaría pájaros. . ., Además, encontraríamos  fresas, setas. . . ¡Vámonos!
Su  tío  lo  miró  con  ternura  y  le  preguntó sonriendo:
-¿Y los lobos?   ¿Y los osos?
-Pues, para ellos serviría la escopeta -afirmó Iliá-. Yo, cuando sea mayor, no les temeré. Ahora mismo, ya no temo  a nadie. Aquí se vive mal. . . Aunque sea un niño, lo comprendo. Aquí le pegan a uno más que en el campo.  ¿Crees  que no se me alcanza? ¿Imaginas que soy de piedra? ... Cuando el herrero me pega en la cara, me duele todo el día...
-¡Ah!, pobre huérfano. . . -replicó Terenti, arrojando la cuchara.
Se  levantó  y salió.
Por la noche, Iliá, cansado de correr por  el  patio,  estaba sentado junto al tío, y  medio  dormido  oía  cómo  Terenti  hablaba con el viejo Eremei, que había entrado en la  taberna  para   beber  té.
El trapero tenía gran amistad con el  jorobado. Todas las noches  tomaba  el  té  junto  a  la  mesa  de Terenti.
-¡Qué importa!  -decía  Eremei-; no  desesperes.  ¡Confía en Dios!, ¡piensa en él! ¡Eres un siervo de Dios!. . . Así  lo dicen las Escrituras. . . Todo lo que es  tuyo es de  Dios . . . Todo depende de él, bien y mal . . . Algún día lucirá  la  luz para ti, y él dirá a un  ángel: "Ve,  servidor  mío,  ve  a  la tierra, y endulza  la  vida  de  Terenti, mi  siervo  sumiso" . . . Y  entonces  la  dicha  lucirá  para  ti . . .
-¡Yo  confío  en  Dios,  abuelo!  ¡Espero  que  me auxiliará!
-¡Ya lo creo!   ¡A nadie abandona  jamás!    Dios nos  envía  a la tierra para probarnos. . . para que cumplamos sus mandamientos . . . Desde  el cielo  mira  a  los suyos, para  ver si cumplen su ley, y cuando ve que  la  existencia  pesa mucho    a Terenti, envía una orden  al  viejo  Eremei: "¡Eremei,  socorre  a  mi siervo!"
Y de repente, con voz bronca como la del tabernero cuando estaba  encolerizado,  dijo  a  Terenti:
-Te   daré   dinero    para   vestir    a   Iliá. . .    Cinco    rublos.
Buscaré y encontraré y te los prestaré. . . Me los  devolverás cuando seas rico.
-¡Abuelo!  -exclamó  Terenti  con  alegría.
-¡Aguarda! ¡Calla! Durante unos meses me prestarás  al chico; aquí tampoco hace nada. . . A  cambio  de ese dinero  que te digo, me ayudará.  ¡Cogerá  huesos,  harapos!. . .  De  puro  viejo,  ya  me  cuesta  trabajo  inclinarme.
-¡Ah!    ¡Señor!  -exclamó  Terenti  con  voz  vibran te.
-Compréndeme -continuó Eremei-. Dios me da a mí, yo te doy a ti,  tú  das  al  niño,  y  él  se  lo  devuelve  a  Dios.  Es como una rueda. . . Así,  nadie  debe  nada  a  nadie.  ¡Oh,  amigo mío! ¡Mira!  ¡He  vivido,  he vivido  mucho,  y  ahora, sólo veo a  Dios!  ¡Todo es suyo! ¡Todo es para  Él!  ¡Todo  viene de Él!
Oyendo aquella  conversación,  Iliá se durmió.
Al día siguiente por la mañana, Eremei le despertó y dijo alegremente:
-¡Vámonos  a  pasear,  Iliá!   ¡Arriba!  ¡Abre los ojos!



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(1) Diminutivo de Pavel  (N. de la t.)

(2) Diminutivo de María  (N. de la t.)

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