viernes, 27 de enero de 2017

Los Tres - Máximo Gorki - Capítulo I

MAXIMO GORKI
LOS TRES


(Traducción directa del ruso por Nina Maganov)

Muchas tumbas solitarias hállanse diseminadas en el corazón de los bosques de Kérjenez; yacen en ellas restos  de   ancianos   piadosos,   de   antiguos  creyentes (1), y hasta la historia de uno de aquéllos - Antip de nombre -  se recuerda  hoy  día en  la comarca.
He aquí  lo  que  se  cuenta:
Antip Luniev, rico aldeano, de austero carácter, después de vivir entregado a las tentaciones  del  mundo,  empezó a  meditar cuando llegó a los cincuenta años. Gran languidez se apoderó  de su alma,  y un  día, abandonó su  familia  y  se  fué  a  vivir  al bosque.
Al borde de escarpada torrentera, construyó una cabaña, y allí, sin ver a nadie, ni parientes ni amigos, permaneció ocho años seguidos.
A veces, caminantes extraviados daban  con  la  choza  de Antip, al que solían encontrar arrodillado en el  umbral,  rezando. Su aspecto inspiraba miedo; pues  el ayuno  y las oraciones le habían consumido, y, además, su cuerpo aparecía cubierto  de  vello,  cual  el  de  una  fiera.
Cuando veía un ser humano, se levantaba y le saludaba inclinándose  hasta  el  suelo.
Cuando le  preguntaban  el  camino  para  salir  del  bosque, lo indicaba con la mano, sin pronunciar palabra, saludaba de nuevo  y  se  encerraba  en  la cabaña.
Durante aquellos ocho años,  se  le  había  visto  algunas  veces, pero  nunca se oyó su voz.
Su mujer y sus hijos le  iban  a ver en ocasiones.  Aceptaba de ellos alimentos y ropas, les saludaba inclinándose hasta el suelo, pero  no  decía  una  palabra.
Murió el año que se mandó derribar las ermitas.

Murió de este modo:

Un comisario de policía llegó con un grupo de sus subordinados.
Antip estaba arrodillado  en la cabaña y rezaba en silencio.  El comisario le gritó:
-¡Eh, tú! ¡Vete!,  ¡vamos a derribar tu pocilga!  ·
Antip no les oiría tal vez, porque, a pesar de los repetidos llamamientos, no contestaba.

El comisario ordenó entonces que le arrojasen de la ermita.

Pero  los  agentes,  al  ver   a  aquel  anciano,  que,  sumido   en acción, no advertía siquiera  su  presencia,  quedaron  absortos no  obedecieron  a  su jefe.

Éste  ordenó  entonces  que  se  demoliera  la cabaña.
Sus subordinados empezaron a derribar el techo, poniendo cuidado en no  herir  al que rezaba.

Las hachas golpeaban por encima de  la cabeza  de Antip, caían las vigas, los ecos del bosque resonaban a  cada golpe,  los  pájaros,   turbados  por  el  ruido,  se  agitaban  en torno.

El  follaje   parecía estremecerse.

Sin  embargo, el  viejo  eremita continuaba rezando si  como no  viera  ni  oyera  nada.
Caían  una  tras  otra  las  vigas,  y  el  habitante de  la  cabaña permanecía   silencioso  y  de rodillas.

Pero cuando derribaron las últimas tablas,  cuando  el  comisario, aproximándose al viejo, le cogió  por  los cabellos, entonces Antip,  levantando  los  ojos  al  cielo,  dijo  suavemente:

-¡Perdonadles, Dios mío! . . .

Y cayendo al suelo, murió.

Cuando  esto  ocurría, el  hijo  mayor  de  Antip,  Jacov, tenía veintitrés   años,  y  el  menor,  Terenti,  dieciocho.

A Jacov, guapo y robusto, ya desde su adolescencia le habían puesto por mote el Alocado, y cuando murió su padre era, sin duda  alguna,  el mayor calavera de la comarca.

Todos  se  quejaban  de  él: su  madre,  el  starosta (2),  los vecinos.

Le encerraron en la prevención, le habían apaleado, le  pegaban de continuo, pero nada podía dominar la poderosa naturaleza de Jacov, que cada  vez  se  sentía  más  triste  entre los aldeanos, esos rascolnic (3) que trabajan como topos, rechazando toda innovación y apoyando obstinadamente las prácticas  de  la  religión   antigua.

Jacov   fumaba,   bebía,   vestía   chaqueta,  no   iba  a  misa, y cuando las personas sesudas, le amonestaban,  respondía  con mofa:

-Esperad,   dignos   ancianos. Todo   llega     su   tiempo. Cuando haya pecado  bastante, me arrepentiré,  pero  ahora  me parece demasiado pronto. No  me  citéis  como  ejemplo  a mi padre, porque pecó durante cincuenta años, y sólo se arrepintió durante ocho. . . Cuando  epecado  haya arraigado  en  mí,  entonces me  arrepentiré. . .

"¡Es  un  hereje!",  decían  de  Jacov   en  la aldea,  y  le  aborrecían  y  le temían.

Dos  años  después  de morir  su  padre,  se casó Jacov.


Habiendo derrochado todas las riquezas reunidas durante treinta años por su padre, nadie le hubiera querido por yerno en la comarca; pero, en una aldea lejana, encontró una huérfana, muy buena moza, y para  celebrar  sus bodas,  vendió un  tronco  de  caballos  y  las colmenas.

Su  hermano   Terenti,  un   jorobadillo   callado  y  tímido,  no se opuso  a  su  voluntad.

Únicamente su madre, enferma y acostada de continuo sobre la  estufa,  le  reñía  y  con  su  voz  ronca   le  hacía   las   más funestas  predicciones.
Maldito!...        ¡Piensa  siquiera   en  tu   alma!. . .  ¡Arrepiéntete. . .
 -No tema usted por mi  madre. Padre será mi intercesor ante Dios – contestaba Jacov.

Durante  el  primer  año  de su  matrimonio,  vivió tranquilamente.    Hasta   trabajó.
Pero,  un  día,  de nuevo  se  entregó  a sus locuras.
A veces desaparecía de su casa durante meses enteros, y volvía después junto a su mujer, haraposo y miserable…
Murió su madre. En los funerales, Jacov hirió al starosta, su antiguo enemigo, y le encarcelaron.
Después de cumplir la condena, volvió a la aldea con la cabeza afeitada, taciturno y odiando al género humano.
El odio de los campesinos hacia él aumentó y alcanzo a Terenti, que desde la infancia era el hazmerreír de los muchachos del pueblo.
Llamaban a Jacov “preso” y bandido, y a Terenti, monstruo y brujo.
Este callaba al oír tales injurias, pero Jacov amenazaba a la gente:
-¡Ya me las pagareis todas! ¡No perderéis nada con esperar!
Tendría cuarenta años cuando un gran incendio estallo en la aldea. Le acusaron de haberlo producido. Fue juzgado y desterrado a Siberia.
Terenti tuvo que cuidar de la mujer de Jacov, que enloqueció durante el incendio, y de su hijo Iliá. Un muchacho de diez años, de ojos negros, robusto y serio.
Cuando el muchacho salía a la calle, los otros niños le perseguían, le apedreaban. Y las personas mayores decían:
-¡Ah, diablillo! ¡Retoño de presidio!, ¿Por qué no revientas?
Terenti, incapacitado para trabajos pesados, vendía, antes del incendio, agujas, hilo y alquitrán. Pero el fuego, al destruir la mitad de la aldea, no había respetado la casa de los Luniev ni las mercancías de Terenti.
Así, después del siniestro, solo quedaba a los Luniev, por toda fortuna un caballo y cuarenta y tres rublos.
Terenti, comprendiendo que no les sería posible vivir en la aldea, confió a una pobre mujer la esposa de Jacov a cambio de medio rublo por mes, compró un desvencijada carreta, metió en ella a su sobrino, y decidió ir a la capital del gobierno, donde esperaba encontrar apoyo en un pariente lejano, Petruja Filimonov, encargado de la cantina de una posada.
Terenti abandonó la casa por la noche, sin ruido como ladrón.
Guiaba en silencio el caballo, y de cuando en cuando inspeccionaba el camino con sus grandes ojos negros.
El caballo iba al paso: la carretera se hundía en los baches dando tremendas sacudidas.
Iliá casi oculto entre los haces de heno, se durmió con el profundo  sueño  de  la infancia.
Despertó  por   la  noche,  oyendo  gritos   agudos,  semejantes  a  los  aullidos  de  los  lobos.
La noche era clara; la carreta se había detenido junto a un bosque;  el  caballo  pastaba  la  hierba  cubierta  de rocío.
A lo lejos,  entre  los  campos,  había  un  gran  pino solitario, como  sí hubiera  sido  arrojado  del bosque.
Las miradas ansiosas del niño buscaron a su tío, y en el silencio de la noche se oían las pisadas del caballo, sus resoplidos y los gritos desconocidos y temerosos.
¡Tío!.
¿Qué? – contestó Terenti; y los gritos alarmantes cesaron.
¿Dónde estás?
Estoy aquí; ¡Duerme!
Iliá vio entonces que su Tío, negro y semejante a un tronco de árbol descuajado, estaba sentado en un montículo junto al bosque.
Tengo miedo- añadió el niño.
¿De qué? Estamos solos…
Alguien grita
Lo habrás soñado- contesto cariñosamente el jorobado.
Te juro que no.
Bueno… duerme… es un lobo… está muy lejos….
Pero Iliá no podía dormir, le asustaba el silencio, y resonaba en sus oídos el grito espantoso.
Fijándose, vio que su tío miraba hacia la montaña, donde, en pleno bosque, se elevaba una iglesia blanca, iluminada por el disco grande y redondo de la luna.
Reconoció la iglesia de Romodanes y vio que a dos versta (4) de distancia estaba su aldea, la Kitiejnaia.
-Poco hemos andado –dijo.
-¿Qué?
-Dijo que sería mejor ir más lejos… Aun pueden venir ésos…
Y con ademán hostil, señaló la aldea.
-Espera, ya nos iremos –contestóle el tío.
Iliá acurrucado y mirando hacia afuera contemplaba a su tío.
Detrás de la obscura masa del bosque ya no se veía la aldea.
El niño, sin embargo, creía verla aún con habitantes y cabañas; creía ver la vieja garrucha del pozo que estaba en el centro de la calle. Cerca del pozo, ve a su padre tendido, con la camisa hecha jirones, atadas las manos, desnudo el pecho, y la cabeza apoyada en el suelo. Permanece inmóvil como muerto, pero mira con ojos terribles a los campesinos reunidos junto a la casa del starosta. Son muchos, parecen airados, gritan e injurian…
Aquellos recuerdos entristecen al niño. Algo le oprime la garganta. Va a llorar, pero se contiene, acurrucándose más, porque no quiere alarmar a su tío.
De pronto, resuena de nuevo el alarido. Primero fue un suspiro, después un rugido en el aire:
-¡O-o-o!…
El niño se estremeció y contuvo la respiración, el sonido vibraba y crecía.
-¡Tío!, ¿Eres tú quien grita así? –preguntó Iliá.
Terenti no contestó y permaneció inmóvil.
El niño entonces, conteniendo sus lágrimas dijo:
-Cuando yo sea hombre, me las pagarán… Si… Me las pagarán…
Después de llorar un rato, Iliá se durmió.
Su tío le cogió en brazos, le acostó dentro del coche y de nuevo volvió junto al bosque para desahogar su pena con   alaridos  angustiosos,  prolongados  y  tristes   como   los   de  perro    vagabundo.

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Notas de la Traductora:
(1) Es decir: ortodoxos anteriores a  las  reformas  del  patriarca  Nicón, diferenciándose de los popovichi, que son los ortodoxos que siguen la religión del Estado.
(2) Alcalde de aldea.
(3) Secta  de   antiguos  creyentes   que   no   reconocían   la autoridad  de la  Iglesia  ni de  los  popes.
(4) Medida rusa equivalente a 1.067 metros. (N. de la t.)

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