MAXIMO GORKI
LOS TRES
(Traducción
directa del ruso por Nina Maganov)
Muchas tumbas solitarias hállanse
diseminadas en el corazón de los bosques de Kérjenez; yacen en ellas
restos de ancianos
piadosos, de antiguos
creyentes (1), y hasta la historia de uno de aquéllos - Antip
de nombre - se recuerda hoy
día en la comarca.
He
aquí lo
que se cuenta:
Antip
Luniev, rico aldeano, de austero carácter, después de vivir entregado a las
tentaciones del mundo,
empezó a meditar cuando llegó a
los cincuenta años. Gran languidez se apoderó
de su alma, y un día, abandonó su familia
y se fué
a vivir al bosque.
Al borde
de escarpada torrentera, construyó una cabaña, y allí, sin ver a nadie, ni
parientes ni amigos, permaneció ocho años seguidos.
A veces,
caminantes extraviados daban con la
choza de Antip, al que solían
encontrar arrodillado en el umbral, rezando. Su aspecto inspiraba miedo;
pues el ayuno y las oraciones le habían consumido, y,
además, su cuerpo aparecía cubierto
de vello, cual
el de una
fiera.
Cuando
veía un ser humano, se levantaba y le saludaba inclinándose hasta
el suelo.
Cuando
le preguntaban el
camino para salir
del bosque, lo indicaba con la
mano, sin pronunciar palabra, saludaba de nuevo
y se encerraba
en la cabaña.
Durante
aquellos ocho años, se le
había visto algunas
veces, pero nunca se oyó su voz.
Su mujer y
sus hijos le iban a ver en ocasiones. Aceptaba de ellos alimentos y ropas, les
saludaba inclinándose hasta el suelo, pero
no decía una
palabra.
Murió
el año que se mandó derribar las ermitas.
Murió
de este modo:
Un
comisario de policía llegó con un grupo de sus subordinados.
Antip
estaba arrodillado en la cabaña y rezaba
en silencio. El comisario le gritó:
-¡Eh,
tú! ¡Vete!, ¡vamos a derribar tu
pocilga! ·
Antip
no les oiría tal vez, porque, a pesar de los repetidos llamamientos, no
contestaba.
El
comisario ordenó entonces que le arrojasen de la ermita.
Pero los
agentes, al ver
a aquel anciano,
que, sumido en acción, no advertía siquiera su
presencia, quedaron absortos no
obedecieron a su jefe.
Éste ordenó
entonces que se
demoliera la cabaña.
Sus
subordinados empezaron a derribar el techo, poniendo cuidado en no herir
al que rezaba.
Las
hachas golpeaban por encima de la
cabeza de Antip, caían las vigas, los
ecos del bosque resonaban a cada golpe, los
pájaros, turbados por el ruido,
se agitaban en torno.
El follaje
parecía estremecerse.
Sin embargo, el viejo
eremita continuaba rezando si
como no viera ni
oyera nada.
Caían una
tras otra las
vigas, y el
habitante de la cabaña permanecía silencioso
y de rodillas.
Pero
cuando derribaron las últimas tablas,
cuando el comisario, aproximándose al viejo, le
cogió por los cabellos, entonces Antip, levantando
los ojos al
cielo, dijo suavemente:
-¡Perdonadles,
Dios mío! . . .
Y
cayendo al suelo, murió.
Cuando esto
ocurría, el hijo mayor
de Antip, Jacov, tenía veintitrés años,
y el menor,
Terenti, dieciocho.
A
Jacov, guapo y robusto, ya desde su adolescencia le habían puesto por mote el Alocado, y cuando murió su padre era,
sin duda alguna, el mayor calavera de la comarca.
Todos se
quejaban de él: su
madre, el starosta
(2), los vecinos.
Le encerraron en la prevención, le habían apaleado,
le pegaban de continuo, pero nada podía
dominar la poderosa naturaleza de Jacov, que cada vez
se sentía más
triste entre los aldeanos, esos rascolnic (3) que trabajan
como topos, rechazando toda innovación y apoyando obstinadamente las
prácticas de la
religión antigua.
Jacov fumaba, bebía,
vestía chaqueta, no iba
a misa, y cuando las personas sesudas, le
amonestaban, respondía con mofa:
-Esperad, dignos ancianos.
Todo llega
a
su tiempo.
Cuando haya pecado bastante, me arrepentiré, pero
ahora me parece demasiado pronto. No
me citéis como
ejemplo a mi padre, porque pecó
durante cincuenta años, y sólo se arrepintió durante
ocho. . . Cuando el pecado
haya arraigado en
mí, entonces me arrepentiré. . .
"¡Es un
hereje!", decían de
Jacov en la aldea,
y le aborrecían y le
temían.
Dos años después
de morir su padre,
se casó Jacov.
Habiendo derrochado todas las riquezas reunidas durante
treinta años por su padre, nadie le hubiera querido por yerno en la comarca; pero, en una aldea lejana, encontró una huérfana, muy buena moza,
y para celebrar sus bodas,
vendió un tronco de caballos y las colmenas.
Su hermano Terenti,
un jorobadillo callado
y tímido, no se opuso
a su
voluntad.
Únicamente su madre, enferma y acostada de continuo sobre
la estufa, le
reñía y con
su voz ronca
le hacía las
más funestas predicciones.
-¡Maldito!... ¡Piensa
siquiera
en
tu alma!. . . ¡Arrepiéntete. . .
-No tema usted por mi madre. Padre será mi intercesor ante Dios – contestaba Jacov.
Durante el primer
año de su matrimonio,
vivió tranquilamente. Hasta trabajó.
Pero, un día,
de nuevo se entregó
a sus locuras.
A veces
desaparecía de su casa durante meses enteros, y volvía después junto a su
mujer, haraposo y miserable…
Murió su
madre. En los funerales, Jacov hirió al starosta,
su antiguo enemigo, y le encarcelaron.
Después de
cumplir la condena, volvió a la aldea con la cabeza afeitada, taciturno y
odiando al género humano.
El odio de
los campesinos hacia él aumentó y alcanzo a Terenti, que desde la infancia era
el hazmerreír de los muchachos del pueblo.
Llamaban a
Jacov “preso” y bandido, y a Terenti, monstruo y brujo.
Este
callaba al oír tales injurias, pero Jacov amenazaba a la gente:
-¡Ya me
las pagareis todas! ¡No perderéis nada con esperar!
Tendría
cuarenta años cuando un gran incendio estallo en la aldea. Le acusaron de
haberlo producido. Fue juzgado y desterrado a Siberia.
Terenti
tuvo que cuidar de la mujer de Jacov, que enloqueció durante el incendio, y de
su hijo Iliá. Un muchacho de diez años, de ojos negros, robusto y serio.
Cuando el
muchacho salía a la calle, los otros niños le perseguían, le apedreaban. Y las
personas mayores decían:
-¡Ah,
diablillo! ¡Retoño de presidio!, ¿Por qué no revientas?
Terenti,
incapacitado para trabajos pesados, vendía, antes del incendio, agujas, hilo y
alquitrán. Pero el fuego, al destruir la mitad de la aldea, no había respetado
la casa de los Luniev ni las mercancías de Terenti.
Así,
después del siniestro, solo quedaba a los Luniev, por toda fortuna un caballo y
cuarenta y tres rublos.
Terenti,
comprendiendo que no les sería posible vivir en la aldea, confió a una pobre
mujer la esposa de Jacov a cambio de medio rublo por mes, compró un
desvencijada carreta, metió en ella a su sobrino, y decidió ir a la capital del
gobierno, donde esperaba encontrar apoyo en un pariente lejano, Petruja
Filimonov, encargado de la cantina de una posada.
Terenti
abandonó la casa por la noche, sin ruido como ladrón.
Guiaba en
silencio el caballo, y de cuando en cuando inspeccionaba el camino con sus
grandes ojos negros.
El caballo
iba al paso: la carretera se hundía en los baches dando tremendas sacudidas.
Iliá casi
oculto entre los haces de heno, se durmió con el profundo sueño
de la infancia.
Despertó por
la noche, oyendo
gritos agudos, semejantes
a los aullidos
de los lobos.
La noche
era clara; la carreta se había detenido junto a un bosque; el
caballo pastaba la
hierba cubierta de rocío.
A lo
lejos, entre los
campos, había un
gran pino solitario, como sí hubiera
sido arrojado del bosque.
Las
miradas ansiosas del niño buscaron a su tío, y en el silencio de la noche se
oían las pisadas del caballo, sus resoplidos y los gritos desconocidos y
temerosos.
¡Tío!.
¿Qué? –
contestó Terenti; y los gritos alarmantes cesaron.
¿Dónde
estás?
Estoy
aquí; ¡Duerme!
Iliá vio
entonces que su Tío, negro y semejante a un tronco de árbol descuajado, estaba
sentado en un montículo junto al bosque.
Tengo
miedo- añadió el niño.
¿De qué?
Estamos solos…
Alguien
grita
Lo habrás
soñado- contesto cariñosamente el jorobado.
Te juro
que no.
Bueno…
duerme… es un lobo… está muy lejos….
Pero Iliá
no podía dormir, le asustaba el silencio, y resonaba en sus oídos el grito
espantoso.
Fijándose,
vio que su tío miraba hacia la montaña, donde, en pleno bosque, se elevaba una
iglesia blanca, iluminada por el disco grande y redondo de la luna.
Reconoció
la iglesia de Romodanes y vio que a dos versta
(4) de distancia estaba su aldea, la Kitiejnaia.
-Poco
hemos andado –dijo.
-¿Qué?
-Dijo que
sería mejor ir más lejos… Aun pueden venir ésos…
Y con
ademán hostil, señaló la aldea.
-Espera,
ya nos iremos –contestóle el tío.
Iliá
acurrucado y mirando hacia afuera contemplaba a su tío.
Detrás de
la obscura masa del bosque ya no se veía la aldea.
El niño,
sin embargo, creía verla aún con habitantes y cabañas; creía ver la vieja
garrucha del pozo que estaba en el centro de la calle. Cerca del pozo, ve a su
padre tendido, con la camisa hecha jirones, atadas las manos, desnudo el pecho,
y la cabeza apoyada en el suelo. Permanece inmóvil como muerto, pero mira con
ojos terribles a los campesinos reunidos junto a la casa del starosta. Son muchos, parecen airados,
gritan e injurian…
Aquellos
recuerdos entristecen al niño. Algo le oprime la garganta. Va a llorar, pero se
contiene, acurrucándose más, porque no quiere alarmar a su tío.
De pronto,
resuena de nuevo el alarido. Primero fue un suspiro, después un rugido en el
aire:
-¡O-o-o!…
El niño se
estremeció y contuvo la respiración, el sonido vibraba y crecía.
-¡Tío!,
¿Eres tú quien grita así? –preguntó Iliá.
Terenti no
contestó y permaneció inmóvil.
El niño
entonces, conteniendo sus lágrimas dijo:
-Cuando yo
sea hombre, me las pagarán… Si… Me las pagarán…
Después de
llorar un rato, Iliá se durmió.
Su tío le
cogió en brazos, le acostó dentro del coche y de nuevo volvió junto al bosque
para desahogar su pena con alaridos
angustiosos, prolongados y
tristes como los
de perro vagabundo.
________________
Notas de
la Traductora:
(1) Es decir: ortodoxos
anteriores a las reformas
del patriarca Nicón, diferenciándose de los popovichi, que son los ortodoxos que
siguen la religión del Estado.
(2)
Alcalde de aldea.
(3) Secta de antiguos
creyentes que no reconocían
la autoridad de la Iglesia ni de los popes.
(4) Medida
rusa equivalente a 1.067 metros. (N. de la t.)
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